lunes, noviembre 25 2024

Estoy seguro de que mis piernas tiemblan, sueño que se me caen los dientes y que llego tarde a unos funerales

(Nicanor Parra)

El miedo jamás asiste al consultorio ataviado de miedo; normalmente se viste con otro atuendo: llámese verborrea, timidez o desazón.

El miedo es un espectro que nos posee y nos arranca el sentido común, que es por cierto el menos común de los sentidos.

Son las cuatro de la tarde y en veinte minutos tengo que llegar a la cita.

Es un lugar muy agradable con sillones confortables.

Huele bonito, huele a limpio.

¿Y cómo huele lo limpio?

Lo limpio en realidad no debería oler a nada.

El único beneficio que le encuentro a mi larga carrera como fumadora es precisamente que mi nariz no capta bien los olores. No los magnifica, simplemente pasan desapercibidos a menos que la peste sea tan grande que no se pueda ignorar.

Nunca he estado cerca de un relleno sanitario, por suerte…

Llego a la cita y me recibe una chica guapa en la recepción.

Es muy amable. Sonríe.

Tiene bonitos dientes, pienso.

Empezamos bien: la imagen corporativa lo es todo. Si vendes tintes para el cabello no puedes estar canoso, asimismo si lo que ofertas son sonrisas, las tuya debe ser perfecta o al menos muy cercana a la perfección.

La recepcionista me pide que espere un momento. Perfecto, pienso. Unos minutos más de gracia, pero no… la espera es la prolongación de la agonía.

Sí. Tengo miedo. Un miedo disfrazado de verborrea.

Hablo y hablo sin parar, primero al teléfono, luego con la recepcionista.

No sé lo que digo. Estoy como en un trance yoruba. Mi miedo no asistió a la fiesta vestido de satén y crinolinas; está desnudo y se me nota.

Se nota en la forma como muevo las piernas.

El mío es un miedo retocado con cierto glamur.

Un miedo montado en zapatillas de doce centímetros.

Un miedo robusto encorsetado en medias ala de mosca.

Un miedo que amenaza con treparse a la mesa para hacer un streaptease.

Pienso en eso mientras hablo a lo tonto, cuando la recepcionista me dice de la manera más cordial que pase.

Todo está listo y dispuesto.

Me atenderán los mejores. El doctor Jauckens es un artista que te deja como estrella de cine, o mejor aún, te deja como te debieron confeccionar tus padres. Digamos que el dentista es un corrector de estilo. El corrector de estilo de Dios.

Me levanto del cómodo sillón de piel, me acomodó la falda en su lugar y camino.

Cruzo el umbral.

A unos cuantos pasos me espera la persona que ha de cambiar mi rostro para siempre. Y tengo miedo, y ese miedo desgraciado se rebela y planea darme golpe de estado.

Se siente en mi pecho. La sangre se ha amotinado en la aorta.

Mi temor queda expuesto en la manera como trepida mi blusa.

El miedo tiene alianzas con el corazón.

Hace equipo con un tal sístole y un tal diástole, que no me interesa saber qué o quiénes son, pero tienen nombre de filósofos.

Mi miedo se trasluce en la blusa, que se mueve como si la muy perra tuviera voluntad propia.

Camino pocos pasos y la señorita auxiliar me pide que le dé mi bolsa y que me ponga cómoda.

¡Ponerme cómoda!

Entonces pienso en las películas: en Marilyn Monroe “poniéndose cómoda”, es decir, enfundándose en una bata y cambiando el tacón por el peluche de sus sandalias bajas. Eso es “ponerse cómoda”, pienso.

Ponerse cómoda no es, ni será nunca, recostarse en un sillón que te obliga a estar en esa posición que los forenses y los paramédicos nombran como decúbito supino. Boca arriba, en lenguaje llano.

Ponerse cómoda no es recostarse y tener encima de la cara una lámpara que no te daña la vista, sino todo lo contrario: te permite ver los movimientos del personaje que está a punto de ponerse a centímetros de tu rostro, no para ponerte sombras ni labial, sino para introducir sus manos en una de las partes más íntimas del ser humano.

Esa parte que por estar tan expuesta, creemos que no guarda ningún secreto, sin embargo, esa parte es básica para desvelar la biografía de un hombre o una mujer.

Esa parte que parece tan seductora si se sabe usar correctamente y que es la puerta a muchos paraísos (vedados o permitidos).

Me pongo cómoda, aparentemente, pero sigo un poco incómoda.

Más incómoda aún que cuando he tenido que ir al ginecólogo, pienso.

Muchas mujeres dirán que estoy loca; que no hay una situación más incómoda que ir al ginecólogo porque el ginecólogo te pone también en decúbito supino, pero con una agravante: te hace montar las piernas en unos estribos fríos y te abre como lo hace un pollero con los pollos a los que les ha de extirpar la rabadilla y las mollejas.

Eso sí es incómodo, piensan muchas mujeres, por el simple hecho de que abrir las piernas es menos común que lo que viene a hacer uno a acá, a este consultorio. Sin embargo, yo creo que al abrir las piernas, el ginecólogo no puede traducir tantas y tantas cosas como cuando uno viene acá.

Una le abre las piernas al ser amado o a los seres amados… y al ginecólogo. Pero la boca… ¡ay!, la explotamos día a día a mansalva. La boca es el negro del cuerpo, el esclavo, el tameme, el sherpita.

La abrimos a la menos provocación.

Es más: es urgente que la abramos para sobrevivir. Para engullir comida, para reprender, para exigir, para disculparnos, para demandar, para pontificar, para manifestarnos, para aleccionar, para herir, para besar, para succionar y lamer y mamar y escupir y gritar y mentarnos la madre.

Sí, caray, estoy en el dentista. Y sí, tengo miedo.

Un miedo obtuso y tal vez sin razón.

No le temo ni a la aguja ni a las manos que han de entrar en mi cavidad bucal.

Lo que temo es quedar expuesta como res en canal, pues el estado de la boca es una radiografía nítida de nuestros excesos y nuestras carencias. 

Una bitácora de viajes y malviajes.

En la boca, como en los anillos áuricos de los árboles, se pueden descifrar las temporadas buenas y malas: las tormentas, las sequías, los huracanes.

Miles de litros de cocacola, una pipa de mezcal, un tonel de frituras, cuatrocientos pozoles, trescientas órdenes de chalupas, un millón de cigarros, media tonelada de totopos, diez kilos de carne al pastor, cuarenta cajas de chocolates, dos contenedores de leche pasteurizada, seis meses de leche materna…

La edad no te hace valiente en el asunto de los dientes. De niño o de viejo te enerva el sonidito de la fresa machacándote las caries.

Por más limpio que uno pueda ser, llegando al dentista se duda de sí mismo. Y te da pena que el doctor – que ve miles de bocas a lo largo de su vida–  inspeccione esos recovecos, ya que por más que uno quiera ocultarlo, los dientes son delatores permanentes de nuestros pequeños crímenes. Delatores y chivos expiatorios al mismo tiempo.

Me recuesto –al fin– en el sillón y miro hacia el vacío.

No quiero ver de frente a mi dentista por una suerte de pudor, entonces encuentro una frase pintada en el techo que dice: por más serias que sean las cosas, siempre se sobrellevan mejor si se tiene una bella sonrisa.

Leo eso, y no, no sonrío. Porque mi dentista está a punto de encuerarme, y no hablo de sacarme la ropa… más bien se encontrará secretos inconfesables. Datos duros, comenzando por el hecho de que hace algunos años me hice arrancar dos muelas. Entonces me pregunto, ¿qué pensará el doctor, el dentista, al ver esos horribles boquetes los cuales provocaron que los demás dientes se movieran de su sitio original? Pensará que algo muy grave debió pasarme como para permitir que me extrajeran esas dos piezas tan importantes.

“¡Son dientes, no granos de elote, pendeja! ¡Si los tienes jodidos, vienes, te los tapo y no hay necesidad de hacértelos sacar por un carnicero!”, pienso que piensa él.  

Seguro creerá que fumo crack o que simplemente soy una falta de higiene. Dios… tanto empeño que le pongo a mi cabello, a mi maquillaje, al volumen de mis piernas, como para llegar al consultorio y que el doctor vea que soy una dejada, una fodonga de la boca… ¡Carajo!, ¿por qué Dios –o quien nos haya inventado– no nos dio pico en vez de dientes?, pienso mientras el doctor se acomoda los guantes y se baja los lentes plásticos que evitaran que mis nauseabundas babas lo salpiquen.

Regreso, pues, mi mente al otro escenario: al del ginecólogo. Y juro por lo más divino que ahí no me pongo tan nerviosa… y no es que acostumbre andar abriendo las piernas a la menor provocación, pero el interior del sexo es mucho más diáfano que el interior de la boca. En el interior del sexo se solaza la vida, mientras que en el interior de la boca repartes muerte: acabas de matar a las vacas, a los cerdos, te tragas almejas vivas del Pacífico, y también por la boca nos salen víboras cuando tenemos amibas o de ella brota mierda cuando hablamos mal de los demás.

No, no. ¡Lo que sabe tu dentista no lo sabe nadie!, si acaso el cura cuando eres devoto o el loquero cuando ya no puedes más con tu mente y vas directo a su diván.

En la pantalla del ginecólogo ves puro amasijo rosa y uno no entiende bien lo que se proyecta ahí dentro, pero en la pantalla del dentista se ve todo en zoom in: toda tu voluptuosidad, tu canibalismo, tu brutalidad, tu miseria.

El dentista sabrá historias familiares: sacará sus conjeturas: “fue el hijo menor y a la mamá le dio flojera amamantarlo o ya la agarró cansada y sin calcio. Los dos hijos anteriores seguro tienen dientes fuertes, mientras que tú, pedazo de cretino que estás ahí con tu boca y tu alma expuestas, fuiste alimentado con leche de fórmula en mamila y tragaste choco crispis en vez de fruta durante toda tu infancia”.

Luego entonces la relación se hace más estrecha, en tanto va penetrando con sus manos ágiles por las comisuras y va a arrancando de las caras posteriores de los incisivos gramos y gramos de nicotina y alquitrán pútridos. Para ese instante no tuviste que hablar absolutamente nada; él sabrá que eres un fumador obseso, y si eres un fumador obseso, no hay pierde, ¡eres neurótico y débil!

Trrrrsssssssrrrrrrrrsttststtsttsttstststtsttstsyststtstssysttsyss

El sonido del taladrito parece la obertura de una obra que resuena en la antesala del limbo. Estás ahí acostado, vulnerable, porque eres un pecador y hay que expiar esos pecados a punta de un concierto de horrísonos y pequeños golpecitos sobre tus molares.

Parece un micro-concierto privado para helicópteros de Stockhausen.

Mientras el doctor realiza un trabajo impecable que tendrá como consecuencia el restablecimiento de mi belleza y salud bucal, de pronto encuentro su mirada, y no, no la puedo sostener por más afable que sea. Acto seguido, cierro los ojos y la pierna derecha me tiembla porque el miedo se ha transformado en vergüenza.

Dos minutos más y todo estará consumado.

Pero antes de dar por terminada la sesión, el dentista le pide a su auxiliar que le pase la pasta con la que tomará muestra de mis dientes. Mete la masa informe dentro de la boca y me pide que muerda. Yo obedezco, dócil, y muerdo. Pero aquí no puedo estudiar la mordida; estoy en decúbito supino, completamente desarmada, y muerdo con todas mis fuerzas para que la placa salga bien.

“Ahora abre”, ordena el doctor.

Abro la boca y suena el clac.

La masa se ha desprendido exitosamente y la saca de la boca.

La auxiliar, una lindura de muchacha que ha sonreído todo el tiempo, me pasa un pañito para que me seque la boca luego de enjuagarla.

El dentista sale y me pide que pase a su escritorio.

Yo me incorporo.

Me siento mareada y aturdida por el sonido de la fresa que ha retirado las piedras de nicotina.

Llego al escritorio y el dentista se encuentra inmutable.

No hace ningún comentario sobre lo que encontró ahí dentro: pestes, guerras, depresiones, mesetas, llanuras, gulags, mareas rojas y huellas de un pasado ominoso rico en azúcares, alcohol e hidratos de carbono.

El dentista a partir de ya se vuelve una especie de aliado que no dirá nunca lo que vio en ese palantir; en esa bola de cristal que es archivo muerto y almanaque al mismo tiempo.

Escribe algo en su computadora.

El miedo se fue junto con los centímetros cúbicos de baba que fueron succionados con la manguerita.

Escribe algo.

Yo pienso que anota un parte de guerra.

Está contando las bajas que hubo en la batalla y los malheridos que descansan en sus camillas.

“Vamos a corregir tal y tal y tal diente”, dice.

Yo pienso: ¡qué sutileza la de mi dentista! ¡Qué elegancia!, cuando yo en su lugar (al haber visto mi boca) hubiera dicho: “qué poco te has amado, compañera. Vamos a arreglar este DESMADRE”.

Pero no.

Mi dentista sonríe y no me juzga.

No me mandará a rezar el rosario para el perdón de mis pecados ni me remitirá al manicomio para practicarme una lobotomía por lo idiota que he sido todos estos años al no ponerle atención a mi boca… por faltarle tanto al respeto a esos pequeños huesos rectangulares con los que de vez en cuando he podido sacar adelante alguna que otra conquista.

Y como soy una sedicente escritora que todo el tiempo está pensando en frases que lee para adaptarlas a la circunstancia, pienso en Vasconcelos. No sé por qué pienso en él y no en otro mientras repito en mi mente: “por mis dientes hablará el espíritu”. 

Me despido de mi dentista.

Ya lo puedo ver a los ojos sin rehuir la mirada.

El trance ha terminado.

Mañana regresaré a que me maten el nervio de dos dientes.

La operación es sencilla: me anestesiará para no sentir dolor y suplantará los nervios de la raíz con unos palitos sintéticos que se llaman gutaperchas, mismos que serán recortados con una especie de cautín del que brotará un hilillo de humo. Pero no debo preocuparme: lo peor ya pasó. Pronto recuperaré las dos muelas que me saqué en un arranque de dolor y locura, y volveré a sonreír como antes de que el miedo se vistiera de cinismo y cerrazón.

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