jueves, noviembre 21 2024

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Quizá sea el de la música uno de los campos en donde más de produzca el acoso sexual, si bien histórica y paradójicamente (aunque no evidentemente) muchas veces este se haya dado en sentido inverso, es decir, no de manera predominante por parte de los hombres hacia las mujeres, sino precisamente al contrario. Intentaré explicar este galimatías.

Por cuestiones que no logro vislumbrar del todo (y desconozco si existen estudios de genero sobre el tema), desde sus orígenes la creación musical ha provenido más del talento del sexo masculino que del femenino. De un modo cuantitativo al menos. En ese sentido, la música podría considerarse como un arte machista. 

 Desde sus orígenes más antiguos hasta la era del avant-garde, los grandes compositores han sido en su inmensa mayoría varones. Del canto gregoriano a la música concreta, pasando por el renacentismo, el barroco, el clasisismo, el romanticismo, la ópera, el impresionismo, el modernismo. Monteverdi, Bach, Händel, Telleman, Vivaldi, Haydn, Mozart, Gluck, Beethoven, Tchaikovsky, Rachmaninoff, Debussy, Mahler, Ravel, Satie, Stravinsky, Stockhausen, Strinberg, Berg, Cage. Hombres todos. ¿Alguna compositora de esas alturas. Tal vez sólo Hildegarda de Bingen, en el siglo XII.

 ¿Grandes creadores del jazz? Armstrong, Parker, Coltrane, Davis, Evans, Nelson, Mingus, Monk. ¿Mujeres? Hay nombres grandiosos, desde Bessie Smith y Memphis Minnie, hasta Ella Fitzgerald y Billie Holiday pero casi todas interpretaban canciones escritas por hombres. Algunas componían, como Nina Simone o la propia Holiday, mas constituían la excepción que confirma la regla, al igual que sucedía en el rock, el tango o la música popular en general.

 Pero, ¿qué tiene que ver el machismo intrínseco de la música con el acoso? ¿Han sido los grandes monstruos musicales grandes monstruos del abuso sexual? Algunos han tenido fama de insaciables, como Jimi Hendrix o Mick Jagger, pero no se les acusó jamás de abusadores. De hecho, no parece haber muchos datos al respecto.

 Para no desvariar, centrémonos en uno de los géneros más falocéntricos (hasta me sentí feminista al escribir ese término: fa-lo-cén-tri-co). Me refiero al ya mencionado rock.

 Desde sus inicios durante la década de los años cincuenta de la centuria pasada, el rock fue un género dominado por un género: el masculino. Las mujeres jugaron en un principio un rol si no marginal, al menos sí muy menor, casi siempre como meras intérpretes de canciones que les eran impuestas por las casas disqueras y sus directores artísticos.

 Sin embargo, había otra actividad aledaña que miles de mujeres empezaron a jugar en el mundo, un papel que desde el punto de vista del feminismo actual podría considerarse humillante y despreciable, pero que no parecía disgustar en absoluto a las jóvenes y no tan jóvenes que lo llevaban a cabo. Me refiero al papel de las llamadas groupies.

 Aunque ya desde las años cuarenta y cincuenta algunos cantantes contaban con seguidoras que los admiraban de manera incondicional (Frank Sinatra es un ejemplo claro), no fue sino hasta la aparición del rock n’ roll en los cincuenta y sobre todo del rock en los sesenta que las groupies pasaron de ser meras fanáticas que se desgañitaban en las actuaciones de sus artistas favoritos a representar algo mucho más cercano e íntimo con estos.

 Las groupies eran mujeres que lograban aproximarse de uno u otro modo a los músicos para convertirse en sus amantes de ocasión, en sus dadoras de placer, en sus corderitas obedientes, en sus aparentemente pasivas y complacientes hembras. Sin embargo, las cosas no eran del todo como parecía a simple vista. Muchas de estas groupies en realidad ejercían el papel de dominatrices y lograban un franco –para usar una palabreja de moda– empoderamiento.

 Organizaciones de groupies como las plaster casters, cuya meta era moldear en yeso los penes de las estrellas del rock y mostrarlas como trofeos escultóricos, en realidad lograban controlar la voluntad de vocalistas, guitarristas, tecladistas, bateristas y demás. 

 También había groupies que presumían su calidad de cazadoras de rockstars y daban a conocer con orgullo las listas de personalidades a las que se habían llevado a la cama. Varias de ellas empezaron a convertirse en acosadoras (y no sólo sexuales) de los músicos, como lo fueron muchos de los llamados clubes de admiradoras que exigían determinados privilegios (discos, entradas gratuitas a las presentaciones, algún tipo de cercanía con sus admirados, etcétera). La presión acosadora y chantajista de muchos de estos clubes llegaba a ser insoportable en ciertos casos, dado el fanatismo de sus integrantes (¿o sería más políticamente correcto decir integrantas?). 

 Hace ya algunos años, me tocó atestiguar cómo algunas quinceañeras se metían de manera subrepticia a un hotel de la ciudad de Hermosillo, en Sonora, para tratar de llegar a los cuartos de un grupo musical que ahí se hospedaba en la víspera de su concierto. Yo iba como periodista invitado para cubrir la gira y al ir caminando por un pasillo al lado de mi fotógrafo, fuimos identificados como parte de la comitiva de aquel grupo y empezaron a perseguirnos con gritos histéricos. Tuvimos que correr y a duras penas alcanzamos a llegar a nuestras habitaciones para escondernos. El susto fue mayúsculo. Aquellas demenciales mocosas daban terror.

 Groupies y admiradoras pueden convertirse en peligrosas acosadoras de los músicos y hasta de las músicas, como se vio en el caso de Selena, la cantante de tex-mex asesinada por la presidenta de su propio club de fanáticas, quien se había convertido en una pesadilla para la infortunada vocalista.

 Sé que el de las groupies no es un problema de acoso que se considere en los estudios de género, pero no está por demás mencionarlo. A riesgo de ser considerado un furibundo macho antifeminista.

 Ni modo.

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Hugo Garcia Michel

Director de la revista Mosca, columnista de Milenio Diario y colaborador de Nexos, Laberinto y Marvin. Músico, escribidor, editor, periodista, amante amateur.

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