Por Alejandra Gómez Macchia
Como muchas personas, el confinamiento de pronto me llevó a un estado meditativo y nostálgico. Al principio me daba por llorar. Llorar por la nada o por el todo.
Sin más ni más, ver un atardecer u oír el canto de los pájaros que ya no escuchaba antes, me removía las entrañas. Sentía pena y rabia por lo ingratos que hemos sido con la vida; por no apreciar nunca nada hasta que irremediablemente lo perderemos.
Pero pasaban las horas y al ocupar la mente en otras cosas, ante todo creativas, mi estado nostálgico viraba hacia la excitación.
Encontré el secreto para ser feliz en el encierro, y ese secreto consistía en aprovechar lo que tenía a la mano.
Otros días me sentaba a proyectar el futuro, sin embargo, casi de inmediato reseteaba mi cabeza al caer en cuenta que en estas circunstancias ha quedado más que comprobado que el futuro no existe, ni nos debemos asir a él. Todo lo que era normal pasó a ser anormal y viceversa, así que el presente se volvió mi prioridad. Como alcohólico en rehabilitación me impuse el pensamiento del “sólo por hoy”. Ha surtido efecto. No he enloquecido ni me he aburrido, pero lo que sí no he podido extirpar por completo son los pensamientos globales, es decir, al estar presa en mi entorno surgió en mí una especie de empatía por la especie que nunca había tenido. Para mí, el hombre y la mujer debían acostumbrarse por salud a vérselas con sus propias uñas y a librar sus batallas internas con estoicismo, sin tratar de achacarle al otro sus traumas ni apoyarse en tablas de salvación ajenas. Recordaba siempre las sabias palabras de Quevedo: el hombre nace como muere: entre lágrimas y caca.
En esos momentos, al asomarme a la intimidad abierta en Facebook de los demás, di por sentado que, debido a lo extraordinario de los sucesos, a la peste a muerte y a la desesperación por el inminente colapso económico que vendría, la gente se la pensaría dos veces antes de volver a ser los mismo cretinos que fuimos antes de que el COVID llegara para darnos un puntapié en el trasero…
Al menos yo he tratado de hacer un manifiesto personal sobre lo que NO pienso volver a hacer cuando nos levanten el arresto domiciliario; uno de los puntos que están arriba del manifiesto es darle valor a lo que valor tiene y dejar de consumir a lo desgraciado cosas que, en nuestro nuevo e intermitente estado de sitio, son innecesarias.
Y si bien el dinero es uno de los catalizadores del placer y, como decía La Doña, no da la felicidad, pero sí calma los nervios, es menester para mí comenzar a cuidarlo.
Uno de mis planes para cuando esto termine o se aligere es liquidar mis tarjetas e inmediatamente meterlas al congelador.
Yo, que era una compradora compulsiva, me declaro en remisión. En más de sesenta días de encierro no he presentado síntomas de abstinencia por una razón: porque de nada sirve llenarse de objetos si no se pueden compartir, de nada sirve salir corriendo a surtirse con la última colección otoño- invierno de ropa, si ya vimos que la vulnerabilidad de la desnudez acarrea muchas más lecturas y metáforas que la aparente seguridad que nos otorga seguir cánones sociales, hoy caducos.
Eso pensaba: que quizás la lección sería tajante y permanente. Hasta que…
París; tienda Zara, 11 de mayo.
Las francesas fueron puestas en libertad y lo primero que hicieron no fue correr a abrazarse o a buscar a los suyos o visitar algún escenario natural para agradecer el hecho de haber “librado” la crisis. No. Cientos de francesas estaban, a primera hora, esperando a que las puertas del emporio de Amancio Ortega se levantaran para comprar blusas, pantalones, bolsos y lentes.
Huelga decir que las imágenes muestran que las ansiosas mademoiselles se pasaron la sana distancia, literalmente, por el arco del triunfo.
¿Qué hago ahora con mi fe hacia la humanidad?
Volver a meterla al cajón y concluir que Nietzsche siempre tendrá la razón: la fe no es otra cosa más que creer en una mentira.