Las Marías
Por Claudia Luna
“Ella es una puta”, escuché decir a uno de mis hijos cuando iba en Quinto o Sexto de Primaria refiriéndose a una compañera de clase. Al oírlo, sentí que me ardía la cara como si me hubieran abofeteado. Lo miré entre ofendida e indignada y le lancé una andanada de preguntas: “¿Sabes lo que es una puta? ¿Ella cobra? ¿En dónde trabaja? Y si trabajara de prostituta, ¿no crees que merece respeto? Pero a fin de cuentas, ¿tú quién eres para llamarla puta?”. Mi hijo me miraba con los ojos muy abiertos, sin decir nada. Después, empecé a recitar cosas como: “No quiero volver a oírte hablar así. Tu tienes mamá y hermana. Las mujeres merecen respeto”, y quién sabe cuántas cosas más.
Con certeza, llamar “puta” a una mujer es la ofensa más antigua que existe. Es la manera perfecta de descalificarnos, de acosarnos y manchar por siempre nuestro nombre, dejándonos como discapacitadas. Basta con mirar el caso de María Magdalena, a quien, por error, se le etiquetó por siglos como “la prostituta arrepentida”. Recuerdo la primera vez que escuché su nombre. Estaba en la Primaria. La maestra de Religión bajaba la voz cuando se refería a ella y buscaba con cuidado las palabras para explicarnos que María Magdalena había sido una “mala mujer”, una pecadora.
En los cuatro evangelios existen referencias a ella. Se le sitúa como discípula de Jesús, como figura importante en la escena de la crucifixión, como la primera en contemplar al Resucitado y lleva la Buena Nueva a los apóstoles. Según los historiadores, la identificación equivocada como “prostituta” fue en una homilía del Papa Gregorio l, en el año 591. La Iglesia, por mucho tiempo, utilizó “convenientemente” la imagen de María Magdalena como ícono de esperanza, para que los creyentes pasaran de pecadores a fieles discípulos y engrosaran así las filas de la Iglesia.
Gracias a los investigadores y eruditos en la materia, se sabe que la confusión se debe a la existencia de varias “Marías” y otras mujeres en las escrituras cuyos nombres se mezclaron a través de los años.
Juan Pablo II se refirió a ella como una de esas “mujeres que demostraron ser más fuertes que los apóstoles” en el momento de la crucifixión. Es verdad que el error se ha corregido por los últimos Papas y en la actualidad se le conoce como Santa María Magdalena, empero, el estigma de pecadora sigue colgando de su nombre. Popularmente ha sido más difícil extirpar esta imagen, es como si tuviera un mal incurable y, por demás, contagioso.
Resulta interesante observar quién sanciona con mayor ímpetu a las mujeres. En definitiva somos nosotras, las mujeres, los jueces mas severos. Tal vez, sea un instinto básico de permanencia cuando marcamos a otra mujer como “puta”, como si quisiéramos gritarle a nuestros hombres o mujeres de la familia: “No te le acerques, es un bicho malo”.
Sin embargo, hemos llegado a un momento, en el que es imperativo, que nosotras mismas dejemos de pelear contra la obscuridad, y simplemente prendamos la luz. Nuestra castidad no es la aportación más valiosa que tenemos para ofrecer a la sociedad. Es inaceptable que sea motivo de referencia. Mucho menos de discusión.