Los 80’s en México: Mentiras, licenciados y amor secretarial

por Alejandra Gómez Macchia

La década de los 80 fue la época dorada del amor secretarial; del boom de la canción arrastrada en donde dos bandos femeninos se diputaban el amor, la atención y el vigor sexual de los licenciados. Y digo licenciados, no porque todos hayan sido abogados de profesión, más bien, como fue el tiempo en donde se comenzó a ponderar la educación formal sobre los técnicos y los oficios familiares, los jóvenes se titulaban y entraban a un mercado laboral mejor redituado en el que podían ir ascendiendo hasta llegar a ocupar el más alto honor: ser presidente del país.

Lejos quedaba el momento histórico cuando los militares gobernaban; la era de los licenciados abría paso a prometedoras oportunidades para ellos, pero también para sus parejas e hijos.

Por ejemplo, todos los priistas de la vieja guardia,  los del sueño mexicano en adelante, eran nombrados licenciados, aunque por ahí se colaba algún ingeniero, o un médico afiliado al partidazo.

Así pues, con las corbatas rojas, los choclos brillantes, los trajes de solapa ancha, y el pantalón bombacho, aparecieron al unísono, las hombreras en sacos garigoleado, las zapatillas de altísimo impacto, los peinados de tres pisos, la uña perfectamente pintada en colores fuertes o metalizados, el ojo delineado a los que Cleopatra, y la media la de mosca para las damas.

Un licenciado sin esposa para el evento formal y sin amante para satisfacer sus fantasías más y para enjugar sus lágrimas negras, era un pobre licenciado.

De ahí surgían los “mano a mano” de canciones mi migajeras (de las amantes) contra el estribillo de indignidad doméstica abanderado por la señora de la casa.

Las que “callaban y miraban al cielo” fueron, obviamente, “las señoras de”… que eran colocadas en un altar de beatitud en el momento en el que el padrecito de la colonia las casaba con el caballero de su conveniencia. Así pues,  al dar el sí y recibir el anillo y las arras, el marido no se las volvía a coger con el deseo de antes porque, por ese canal sacrosanto en donde otrora gozaban, saldrían sus hijos… Poco importaba si había entre la pareja puntos de acuerdo, conversación nutritiva y buen sexo. En los 80 todavía reinaba la unión por régimen de bienes mancomunados, así, la señora que no volvía a ser tocada por su marido porque “hay cosas que solamente se hacen con las putas”, se aseguraba de que si al interfecto se le ocurría dejarla por el verdadero objeto de su deseo, ella, la “mamá de los hijos” se cobraba a lo chino y recuperaba vía propiedades, joyas y automóviles, la poquísima dignidad que le quedaba después de años y años de cuernos expuestos y subrepticios.

Por otro lado, estaban las señoritas que, con tal de no perder la protección y la fantasía aspiracional que le ofrecía el jefe con el que se acostaba, sentenciaban con sus copitas de Magno en los bares del Sanborns: “Seré tu amante o lo que tenga que ser, reina esclava o mujer”…

“Mentiras” es el título de la serie que está hoy en  el número uno de vistas en Amazon Prime.

Estelarizada por Belinda, Diana Bovio, Mariana Treviño, Regina blandón y Luis Gerardo Méndez, nos regresa a esa época nostálgica del copete, la hombrera, los carros lanchones, las baladas secretariales, y sobre todo, al momento cuando las mujeres se vieron más enfrentadas por ganarse el honor de ser  “mujer de”, porque todavía no se había dado una verdadera apertura social y económica para que  dejarán de empeñar su orgullo y su valor a cambio de ser mantenidas por un polígamo de closet y portafolios.

Recuerdo aquella época pues nací en ella.

Recuerdo claramente que mi educación sentimental se comenzó a fraguar cantando canciones de:

Rocío Banquells (“Dile al oído que necesito/tenerlo junto a mí).

De Dulce (“Y seré tu ruiseñor amaestrado/siempre feliz a tu lado”).

De Yuri (“En esta lenta tarde de verano/tu recuerdo es una foto gris”).

De Amanda Miguel (Mi buen corazón, ayúdame por favor/no me hagas decir que sí, si quiero decir que no”).

De Lupita D´Alessio (Acaríciame/ pues mañana puede ser quizá otro hombre, el que esté en mi lecho, haciéndome el amor”).

Valeria Lynch (Y fui creyendo en ti sin sospechar, que sólo estaba frente a un profesional de la mentira)

Y demás soberanas del despecho.

Recuerdo cómo cantaba desde los cuatro años: “lo juro lo juro lo juro lo juro/  “Dime por qué, me dices siempre, solamente mentiras”.

Cierro los ojos y estoy ahí, en la casa de Gardenia y 10 poniente, en Tehuacán, viendo a mi mamá con el pelo extra Rubio e inflamado como una estopa, agarrado por las sienes de dos peinetas que lo hacían parecer un penacho ensortijado. La veo con un traje rosa y oro de hombreras anchas, cinturón grueso y pantalón pañalero de pinzas a la cintura que lograban hacer el efecto cortina en la caída hasta los tobillos, para rematar el con unas zapatillas altas picudas del mismo rosa que el traje; pulseras gruesas de fantasía, y unos aretes muy especiales que tenían pedrería y un alambre redondo cubierto por una media oscura, lo que daba un toque como de mosca al look.

Mi tía Ana era más joven, entonces siempre vestía tenis de colores con pantalones holgados de algodón viscoso ombliguera con hombreras y una trenza  de tela alrededor de la cabeza de dónde nacía una explosión de pelos cortos y chinos a lo Madonna.

Los discos de vinil daban vuelta, y yo, sitiada en los vestuarios de mi mamá, me desgarraba las vestiduras cantando el himno de las señoritas que aporreaban el teclado de las máquinas de escribir en el Banco Cremi o Comermex,  las oficinas gubernamentales, y en los despachos de los abogados. Daniela Romo sonaba  con su larga cabellera más larga que la de la Venus de Botticelli, cantando alegre: “Fíjate, fíjate en tu secretaria, ¡ay señor!,  qué dolor pobre secretaria, pídele que escriba 10, 000 veces “yo te amo”.

Para una niña de mi edad en ese momento, la canción era de lo más divertido, ya que se prestaba a que, cada vez que nos juntáramos entre amiguitas, la cantáramos y tomáramos esos viejos blocks Scribe  tamaño esquela en donde se escribía en taquigrafía.

Yo sabía que mi mamá era una señora. “La esposa de” mi papá, no la secretaria. Así que no comprendía muy bien lo que la canción quería decir: una defensa a las custodias de los grandes secretos de los esposos de otra.

No lo supe hasta que en algún momento conocí a una verdadera secretaria, la muchacha de pelo inflado, uñas rojas picudas, zapatilla alta, y falda entallada con algún motivo animalesco. Y en efecto, cuando tuve la suficiente malicia para comprender que los papás tenían una relación que iba más allá de lo amistoso con las señoritas de falda corta y perfumito dulzón, le di otro sentido a todas esas canciones que nos formaron a las generaciones que hoy tenemos 50 y 40 años.

Con los años, la globalización, y la entronización del aspiracionismo, la figura de la secretaria –como amante y santa patrona de las casas chicas–  se ha ido difuminando, ya que los jefes ahora quieren a tener modelos como amantes.

Aparte que la economía ya no da para que el señor tenga 2 o 3 casas aparte de las oficial.

¿Será que el amor secretarial murió con el viejo PRI?

O tal vez los que ya no están son los autores que narraban los culebrones lacrimógenos de esa forma de amor.

De esas mentiras que nos formaron en el pensamiento mágico.

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