viernes, noviembre 22 2024

Por Mario Alberto Mejía / @QuintaMam

Beatriz Gutiérrez Müller era una reportera incómoda en la Puebla de los años noventa.  

La clase política la veía venir y hacía mutis. Un mutis disfrazado de cordialidad. “¿Cómo estás, güera?”, le decían los políticos para apagar la belicosidad de sus preguntas. Nada de eso servía. Beatriz preguntaba todo, hasta lo que nadie preguntaba. 

En un primer momento trabajó en La Radiante, una estación de radio de la familia Mastretta, aunque también pasó por Hechos, el noticiero de Fernando Alberto Crisanto, en SÍ-FM. Al mismo tiempo, estudiaba Comunicación en la Ibero, cantaba, en privado, a la trova cubana, y escribía versos. 

Quería ser poeta, periodista, historiadora. Todo tenía que ver con ella. Todo le incumbía. Devoraba libros, periódicos, se inconformaba, pero también reía. Reía mucho.  

Ya con Enrique Gaucher, en Página Regional, Beatriz afinó su estilo y escribió reportajes que, tras la misteriosa desaparición de ese periódico, también publicó en El Universal Puebla. Reportajes cargados de crítica e investigación. Y de buena prosa. 

Beatriz estaba muy lejos de la imagen típica de la reportera: era rubia, guapa, vestía bien, fumaba y manejaba su propio auto: un Golf blanco. No era la clásica rubia tonta. Al contrario. Tenía una mirada sagaz e inteligente que clavaba en su presa. No obstante, no quería destruir: buscaba construir con su periodismo. 

Digamos que estaba influida por los jesuitas —con los que estudiaba en la Ibero— y por el periodismo incorruptible de Julio Scherer. Ese espíritu la llevó a cubrir las terribles lluvias que cayeron sobre Teziutlán y otros pueblos de la sierra norte en octubre de 1999. Ahí estuvo, entre el lodo y las víctimas, durante varios días. Su reportaje, brutal, fue publicado en la revista Intolerancia, que yo dirigía. 

Beatriz y yo éramos amigos por varias cosas: por nuestra pasión periodística, sí, pero también por nuestra pasión poética. Reporteábamos juntos por las mañanas. Por las noches, en el Vittorio’s, leíamos nuestros poemas. Ella criticaba los míos. Yo, los de ella. Otra cosa nos unía: nuestra adicción a la poesía de Octavio Paz. Pasábamos horas, entre las ruedas de prensa y nuestras idas a Huejotzingo —donde el gobernador Bartlett generó un conflicto postelectoral—, discutiendo o recordando versos. 

Yo estuve ahí cuando conoció a Andrés Manuel López Obrador. ¿Cómo olvidarlo? AMLO venía con los pies desechos en uno de sus Éxodos por la Democracia. A su paso por San Martín Texmelucan lo esperábamos un grupo de reporteros. Lo entrevistamos. Beatriz llevó mano en ese ejercicio. 

Ella misma se denominaba de izquierda. Leía a Gramsci, a Marta Harneker, a los clásicos del marxismo y hasta a los nuevos filósofos franceses, con los que no estaba de acuerdo. 

Discutía mucho. Le gustaba discutir de todo. Una mañana, a bordo de su Golf, mientras armábamos nuestra ruta periodística del día, discutimos tanto que terminé bajándome de su auto. 

“Tú no conversas. Tú entrevistas”, me reclamó varias veces. Ése fue el inicio de nuestro descontento. Más tarde, broma de por medio, nos reconciliamos. 

Éramos amigos. Buenos amigos. 

En los años de SÍ-FM me acompañó varias veces en los micrófonos de Las Intimidades Colectivas, un programa nocturno, semanal, que lindaba entre lo erótico y lo surrealista. Incluso llegó a personificar a un personaje de una mini radionovela escrita por mí en la que también participó el dirigente panista Francisco Fraile. 

Nos burlábamos de todo. Eso también nos unía. Pero había un punto en el que pintaba su raya: cuando la ironía se hermanaba con el cinismo. También en ese punto discutíamos. 

Yo le decía “Müller”. O “Betty Müller”. Así nomás. Ella me decía “Mejía”. Pocas veces me dijo “Mario Alberto”.  

Cuando surgió el conflicto en Huejotzingo —originado por un fraude orquestado por el gobernador Bartlett—, Beatriz y yo fuimos los primeros en llegar y reportear. Todos los días íbamos en su Golf blanco y regresábamos, muertos de hambre y de cansancio, por las noches. Nada se nos fue de esa trama. Algunos reporteros nos detestaban porque solíamos ganarles la nota. Gozábamos, discretamente, esos pequeños triunfos. 

Los años han pasado. Beatriz es hoy la esposa del presidente de México, pero también es, como siempre quiso, historiadora, novelista y poeta. De entrada, renunció a ser Primera Dama.  

(Hasta en eso es congruente, pensé al enterarme de sus declaraciones). 

Su papel no es secundario, pero tampoco busca el brillo de los reflectores. Polemiza con algún Premio Nobel de vez en cuando, lamenta la vulgaridad y el encono que hay en las redes, y encabeza, de manera honoraria, la Coordinación Nacional de Memoria Histórica y Cultural. 

Es mesurada en sus discursos y en la vida pública. Sigue siendo, a su manera, la Beatriz con la que reporteaba a diario y la que me dio una entrevista en la elección de 2012. 

Aquella vez me escribió vía Facebook para decirme: “Mejía, alguna vez te prometí que la primera entrevista que diera sería a ti. Llegó el día”. 

En efecto: la entrevisté durante cuarenta minutos en un café del Jardín Centenario, en Coyoacán. Fue una conversación sobre poesía, historia, política y López Obrador. Reporte Índigo movió el video en las redes y Ramón Alberto Garza, su generoso director, la publicó de ocho columnas. 

Con las ganas de hacer esa primera entrevista se quedaron López Dóriga, Javier Alatorre, Ciro Gómez Leyva y Carlos Loret. 

Beatriz, me queda claro, le hace honor a su palabra y busca, por encima de todo, la congruencia. 

Hoy que la veo en la televisión y los periódicos pienso que sigue siendo la misma Betty Müller que siempre tenía un comentario irónico a la mano y esa carcajada, fresca, humana, con la que lo rubricaba. 

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