Por: Palmira Bernard
En 2004, la actriz Imelda Staunton dio vida a Vera Drake: una señora inglesa, pilar de una familia modesta, pero feliz. De esas familias unidas que se juntaban a la mesa para hablar de sus vidas ordinarias.
El esposo era mecánico; la hija, una doncella casadera (no muy agraciada) que trabajaba en una fábrica de focos; El hijo, sastre. Gente normal de la clase trabajadora inglesa.
Nada malo de qué hablar.
En la familia no había ni un genio ni un briago ni un idiota que diera la nota.
Vera Drake, además de ser un ama de casa ejemplar, cuidaba de su anciana madre y de un vecino enfermo.
Vera Drake era, pues, lo que se conoce comúnmente como un pan de dios, un alma piadosa, una mujer estupenda: buena madre, buena esposa, buena hija, buena vecina, buena suegra. Buena, buena, buena.
Drake era buena.
Y además de ser buena era alegre. Realizaba sus labores con un gusto rayano en lo almibarado.
Ninguna mujer en la condición de Vera Drake puede ser tan positiva, tan feliz, tan dulce. Eso no existe. Nunca ha existido ni existirá.
Pero Vera Drake lo era (¿será porque es un personaje de película?).
Quizás.
Puede ser que en el mundo aún habiten esas joyas de mujeres. Igual y alguna de nuestras abuelas o bisabuelas, que asumían estoicamente sus roles de señoras de la casa y lo hacían por vocación. Una vocación casi monástica: entregadas al bienestar de los demás antes que al propio.
Así era Vera Drake.
Pero… Vera Drake guardaba un secreto inconfesable.
¿Qué podría ocultar una mujer como Vera Drake?
¿Un amante acaso?
¿Un amante? ¿Por eso era tan feliz en su vida “oficial”? Un amante que le diera gozo y placer cuando el marido se iba a meter debajo de un cárter de carro.
No. No era un amante.
El secreto de Vera Drake consistía en algo socialmente condenable (como un amante, pero sin las delicias del amante).
La intachable señora Drake realizaba abortos clandestinos ayuda en una Inglaterra donde ese tipo de actividad, en aquel tiempo (años 50 aproximadamente) era prohibida.
Drake, como toda una profesional, acudía a las casas de las jóvenes cargando su instrumental: una jeringa, jabón y una pequeña sonda.
Las mujeres que solicitaban sus servicios confiaban en Vera por ser una señora discreta, pero sobre todo, amorosa.
Vera amaba su trabajo. Acudía pulcra, bien vestida y entusiasta a las casas de las embarazadas.
Más que el hecho de sacar bebés, lo suyo era seguir siendo “buena, buena”. Un pan de Dios. Es decir, era útil a su entorno (y además sin cobrar una sola libra).
El drama se desencadena cuando una de sus pacientes desobedece las instrucciones post-abortivas y cae en cama por una infección que casi la mata.
En ese momento, la modesta (pero perfecta) vida de Vera Drake se desmorona.
La escena es brutal: Vera Drake está festejando la pedida de mano de su tímida hija en compañía de su familia cuando recibe una visita inesperada.
Dos gendarmes irrumpen en su piso y entran con la orden de aprehensión en la mano.
La familia no sabe de qué se trata el tema. Vera colapsa internamente. Deja su copa sobre la mesa y avanza con el oficial hacia la recámara para sacar del fondo de su closet una caja metálica de galletas en la que guarda la herramienta de trabajo.
Los hijos, absortos, intentan persuadir a los policías. El esposo acompaña a Vera en el trance sin saber bien a bien lo que está sucediendo pues simplemente es imposible que su mujer está siendo llevada a la comisaría. Pero la ley es la ley, y lo que hace Vera está fuera de la ley.
Aunque sea un alma piadosa. A pesar de no lucrar con su oficio, Vera Drake va a prisión. Buena, buena, pero al final es tratada como una criminal.