viernes, noviembre 22 2024

A Mario Galeana, que está próximo a presentar su primer libro

Tala

Por Alejandra Gómez Macchia

Recuerdo que en el año 2009 vi por primera vez un dispositivo electrónico para leer libros. No sé si era un Kindle o una tableta; el caso es que yo trabajaba de sol a sol en una playa de la Riviera Maya cuando de pronto vi a un gringo tendido en su camastro “hojeando” algo en una pantallita. De inmediato me acerqué y explicó que ese aparato contenía no sé cuantos libros que compraba en línea, y añadió: “Good Bye, papelitou. The future is here”.

Se acercaba la navidad y entre los compañeros se organizó ese cursi ritual del intercambio de regalos, pero con la ventaja de que cada uno pondría en una hoja lo que deseaba recibir para que no hubiera decepcionados. Pensé entonces en anotar que yo quería uno de esos dispositivos del gringo nefasto que sentenció la muerte del libro impreso, y que como castigo divino terminó tatemado como un camarón a las brasas. Luego reculé porque imaginé que el dichoso aparato sobrepasaría por mucho el tope del presupuesto asignado a los regalos, 300 pesos por el detallito que nos haría pasar una feliz navidad. Total que acabé pidiendo lo que siempre pido: un libro impreso: Gog, de Giovanni Papini.

Para cuando llegó el día del intercambio, el amigo secreto me entregó un envoltorio pequeñito que en nada se parecía a un libro. Era más bien una tarjeta precargada con 300 pesos para intercambiarla en Gandhi. El amigo no encontró Gog, y agradecí infinitamente que hiciera uso de su sentido común en vez de aventurarse a comprar un libro de Inteligencia Emocional para señoras desesperadas o algún churrazo de la mesa de novedades.

Pasados los días fui a la Gandhi y me compré una bella edición de El amante de Lady Chatterley. Años después, para el 2012, tuve mi primer Kindle; mismo que utilicé tres veces porque simplemente no puedo leer si no es en papel. Fin de la anécdota sobre mi acercamiento al libro electrónico.

No sé en qué momento me volví escritora, pero sí sé en qué momento me fascinó el acto de escribir; se dio muchos años atrás en medio de mis clases de mecanografía en la secundaria. Revivo perfectamente la emoción que sentí cuando mi hermano me heredó su Oliveti Lettera color verde baño. La maquinita ligera que se cerraba con una tapa con asa. Era la más bonita de la clase y yo la llevaba y la traía con el cuidado que, por ejemplo, no le ponía ni a mi lunch ni a mi mochila (casi siempre cargaba en ella ropa para cambiarme el uniforme, o barajas, o de plano una cajetilla de cigarros y los números más recientes del Cosmopolitan).

Pero mi máquina, ¡ay!, me encantaba.

La maestra era una señora bajita con dientes postizos color plata. No recuerdo su nombre, sólo sé que la ladilla más grande del grupo, o sea yo mera, la bautizó con el apodo de la Miss Teclas, y no por sus pechos, sino porque era quien nos enseñaba a aporrear ese teclado duro por el que se nos iban los dedos constantemente.

Escribir a máquina fue un placer secreto y culposo. Era como hacer música al mismo tiempo que se imprimía sobre las hojas de papel (y la copia a carbón) algún texto ajeno o de nuestra autoría.

Para ese instante desconocía por completo la existencia de la música concreta o de la música experimental tipo John Cage o Stockhausen, sin embargo, me solazaba al poder inventar patrones rítmicos con ese teclado que seguramente tuvo como inspiración primigenia el pianoforte.

Ahora, en plena era de la cibernética, tengo en casa dos máquinas de escribir que desgraciadamente no funcionan: una Remignton y una Underwood. Ambas tienen su encanto. Ambas, también, son tan pesadas como para usarlas como arma en caso que un malandro entre a casa. Un golpe de Remington, pienso, podría dejar cojo al enemigo, y una caída de Underwood desde la doble altura de mi departamento podría desactivar el robo si se la dejo caer en la cabeza al truhán. Imagino la escena: el MP recogiendo mi declaración: ¿cómo falleció la víctima? La víctima, que ni era víctima, diría, murió desnucado por un tal Underwood, prieta y pesada como Serena Williams.

En un brillante ensayo, José Emilio Pacheco evoca que en 1872 la máquina Remington 1 hizo su aparición, sin embargo no obtuvo el éxito esperado porque sólo imprimía en mayúsculas. No fue sino hasta 1978 cuando Yost (socio de Remington) añadió un resortito que hacía subir y bajar los brazos metálicos que contenían tanto la mayúscula como la minúscula. Ese resorte fue, como la llegada del hombre a la luna, un gran salto para la humanidad. No sólo para los escritores, pues ese resorte significó que la Remington 2 se convirtiera en el la verdadera arma que utilizarían las mujeres para incorporarse de lleno en la vida laboral. Así pues, a partir de ese instante, y gracias al mini resorte, las mujeres ocuparon puestos que para el día de hoy podrían ser asociados al patriarcado vil y ojete, pero que en su momento significaba un logro inmenso, un salto cuántico rumbo a emanciparse económicamente de los varones. Así, la máquina de escribir se volvió la nueva arma auspiciada por la compañía Remington, que de por sí ya era una de las empresas más importantes en el campo de la artillería y de esos juguetes negros que matan gente.

Como dato que quizás solo le interese a unos cuantos, el primer poeta que se animó a usar la máquina de escribir fue Ezra Pound.

Mientras escribo esto en una computadora, que viene siendo la tarara tátara nieta de aquella primera Remington, observo a mi hija millennial. Le digo que se acerque a la Underwood y me explique cómo cree que funciona. Ella dice: se aprietan la teclas y ya. Ajá, le digo, y sobre qué se escribe. No tiene pantalla, dice, en algún lado ha de estar donde se meta el papel. La voltea con esfuerzos y busca, como en una impresora, un quicio por donde salga la hoja. No repara en que el artefacto tiene una especie de rodillo por donde el papel entra. Mira la palanca que servía como el “enter” en los teclados de las computadoras. ¿Esto es el enter?, dice. Sí, contesto. Y sonaba, grrrrrr pac, y el carrito caminaba de izquierda a derecha. ¿Y cómo le hacías si necesitabas más de una copia del texto? Pues metías dos hojas blancas y en medio un papel carbón. ¿Qué es un papel carbón? Un papel negro o amarillo o rojo que desprendía polvo de tinta. ¿No era más fácil ir a la papelería y pedir que te sacaran una copia? No existían las fotocopiadoras, niña. Mta, nunca pensé que mi mamá, tan chavorruca, hubiera nacido en la prehistoria…

Touché.

Mientras escribo esto siento vértigo. A veces ni notamos el paso del tiempo hasta que suceden cosas como esta.

El texto que escribió en 1978 José Emilio Pacheco sobre la máquina de escribir es un despliegue de erudición, como todo lo que hacía Pacheco. Lo leo y me causa una inconmensurable ternura cómo es que el gran hombre de letras mexicanas vaticinaba que en algunos años las computadoras se venderían por montones y costarían casi lo mismo que una calculadora científica.

Ese texto me llevó a pensar en la teoría del eterno retorno y en los ciclos perfectos. Así pues, lo que hizo el señor Remington en 1871 fue exactamente lo mismo que hizo Steve Jobs en la década de los ochenta con LISA, la primera computadora decente y funcional que salió al mercado.

Ambos fueron genios que cambiaron el curso de la historia. Remington llevó al hombre a la luna, pero Jobs hizo el papel de colonizador.

Hoy los escritores que hacen manuscritos a mano son contados con los dedos. Es más, no creo que ningún monstruo editorial acepte que un bohemio llegue con sus folios tachonados con Bic.

José Emilio Pacheco murió hace más de un lustro y pudo ser testigo de la invasión de las computadoras, incluso llegó a conocer los dispositivos touch, en los que el dedo humano ya ni siquiera se debe tomar la molestia de oprimir teclas, aunque Steve Jobs en un rapto de romanticismo pudo instalar en los smartphones algún circuito sonoro que ejecutara un remedo del “clac clac” del ruido de las letras al caer.

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