mORIR EN ZAVALETA
por Mario Alberto Mejía
por Mario Alberto Mejía
La noche era negra, como la de los boleros mexicanos de los años cuarenta, como la negra noche, de Emilio D. Uranga —bellísima canción que entonaba como nadie Pedro Vargas, conocido como el Samurai.
La noche, pues, era muy negra, y negros también mis pensamientos, tanto que me cobraron una factura que estuvo a punto de enviarme a la zona en la que un perro —un perro bueno— te ayuda a cruzar la otra orilla para que no te hundas en el río Chignahuapan, que es el que conduce al Mictlán, morada de los ciempiés, los alacranes y las arañas, así como las aves nocturnas.
Yo era, en ese momento, un ave nocturna al frente de mi auto. Días atrás me había asaltado una vigilia inhóspita, la cual me mantenía despierto en horas poco hábiles, salvo para los veladores o los padrotes de medio pelo que han hecho de sus noches un burlesque permanente, con Lyn May y la Princesa Yamal como figuras principales.
Al llegar al cruce de bulevar Atlixco y Niño poblano (ese cruce que da pie a la avenida Zavaleta), recordé mis noches de insomnio contando borreguitos. Muchos borreguitos que saltaban trancas blancas. Borreguitos con el rostro, algunos, de Noroña, uno de los terribles señores del Mictlán.
Justo cuando tomé Zavaleta detecté que iba solo sobre esa vía que conduce a mi casa y observé de reojo el reloj. Las manecillas marcaban las 3 menos 20. Es decir: las 2 de la mañana con 40 minutos. (En algún cuento leí que era la hora del espinazo del diablo).
De pronto, cuando todo era paz en esa noche oscura del alma —esa hora en que San Juan de la Cruz junto a amada en el amado transformada—, un sosiego criminal, como son los sosiegos, hizo que cerrara los ojos ligeramente para descansarlos, no para dormir, sólo para descansarlos un momento.
Qué ocurrió en ese instante de serenidad del espíritu, se preguntará el lector. Pasaron dos cosas: vi correr mi vida como en una historia de Instagram. Me vi nacer, me vi crecer, me vi teniendo sexo con mi amada, me vi teniendo insomnios, me vi manejando en la negra noche del alma, me vi entrecerrando los ojos para descansarlos un momento, no para dormir.
Y pasó una segunda cosa: mi auto quedó a la deriva ya sin la fuerza de mis manos, quedó a la deriva y siguió la ruta natural que le marcaba la avenida Zavaleta, que tiene una pendiente que jala a la izquierda un auto sin control. Es decir: a la zona del camellón con arbolitos y luminarias muy delgadas.
En menos de lo que pica un escorpión (y libera un veneno cargado de neurotoxinas), mi pobre auto quedó trabado en el camellón: donde se cruzan el asombro y la vergüenza. Desperté de ese microsueño como de un microsismo. La negra noche era para entonces la morada de los ciempiés. Tres personas me miraban en la acera de enfrente: padre, madre e hijo. Me veían como se mira un deshecho humano. Respiré profundo, traté de encender el auto y no respondió. Salí a la noche y miré la catástrofe. El cofre estaba destruido. Las llantas delanteras, absolutamente ponchadas. El motor humeaba. La familia no dejaba de verme. A la escena del crimen se sumaron tres o cuatro adolescentes. ¿Por qué hay tanta gente a esta hora de la madrugada?, me pregunté atónito.
Cerré el auto y abandoné el lugar sin prisas, como si la desgracia fuese ajena a mí. Pensé en una película de Richard Gere en la que va manejando un hermoso Mercedes en compañía de su amante —exitosa pintora—, y en un momento de la madrugada se queda dormido —un segundo— al volante. A diferencia de mi trama, el auto y la amante de Gere quedan destruidos. Él, entonces, sale del auto como si no debiera nada y abandona la escena del crimen. No hay mirones.
Mi caso pudo haber sido fatal. Gracias al camellón no embestí a la familia. Si el auto sin rumbo hubiera dado un volantazo —en la noche oscura del alma puede pasar cualquier cosa—, la familia habría pasado a nadar en el río Chignahuapan —rumbo al Mictlán— en busca de tres perros a los que en vida les dieron casa , vestido y sustento. No fue así gracias a que una mano santa —la de mi madre— le dio un giro a mi desgracia. Ella, desde algún lugar del cielo, movió el volante y metió el auto en el camellón. Los daños fueron mínimos a diferencia de los de Richard Gere.
Me fui caminando a mi casa lentamente, metido en mis pensamientos. Por mi cabeza pasaban los versos de la noche oscura del alma, de San Juan de la Cruz; la escena del choque de Richard Gere —con la amante muerta en el asiento del copiloto—, y el miedo a las consecuencias tras abandonar el lugar del crimen.
Tardé cuarenta minutos en llegar a mi casa. Para evadir la vida real, me metí a la cama tratando de dormir. El cansancio me venció una hora después. Soñé con mis cuatro perros encontrándome en el río Chignahuapan —rumbo al Mictlán. Ellos me veían como se mira a un amo ocupado en escribir versos. Es decir: un amo ausente. En mi sueño, cuchichearon algo y se alejaron. Por más que les grité, no volvieron. ¿Qué me cobraron? Cierta lejanía, cierta falta de caricias, y algún jabalí devorado frente a sus narices y su brutal antojo.
A partir de ese día en que toqué la muerte de cerca despierto a veces a las 20 menos 3. Es decir: las 2 de la mañana con 40 minutos. (La hora del espinazo del diablo). Y me siento el personaje de Richard Gere abandonando la escena del crimen, mientras su joven amante, pintora ella, cruza el río Chignahuapan —rumbo al Mictlán— conducida por un hermoso galgo afgano de dos mil euros.