domingo, diciembre 22 2024

Memorial
Por Juan Manuel Mecinas

Debe entenderse que nadie triunfará. En términos políticos, quien quiera sacar ventaja de la situación (si eso puede existir) no debe hacer política tradicional, sino dar resultados. Y en nuestro contexto abundan las descalificaciones entre el presidente, la oposición, los periodistas afines al gobierno, los que eran afines a otros gobiernos, y ni qué decir de la sociedad en general, pero los resultados no siempre aparecen.

Un gobernador sostiene que “el gobierno federal miente”, pero no dice en qué proporción, qué cifras exactas y, sobre todo, no demuestra que haya reportado otros casos a los que presenta el gobierno federal. Otro gobernador establece que se castigará a todo el que salga a la calle y no obedezca el llamado al aislamiento. Y lo hace con un desconocimiento de la Constitución que solo por ser político parece real. Dicta un Estado de excepción con un descaro que no encuentra ni encontrará sustento legal alguno.  

Un empresario billonario llama a la desobediencia porque la economía debe seguir su curso y expresa abiertamente su escepticismo ante la pandemia y las medidas sugeridas por el gobierno.

Parece el tiempo de los populistas y es sin duda el tiempo de las descalificaciones. 

Se trata de un fascismo en la arena democrática. En Europa y en Estados Unidos, la extrema derecha reniega de la estrategia, descalifica las cifras, cuestiona las ayudas, piensa en política electoral cuando miles de muertos aún no son sepultados en fosas comunes. Los extremistas golpean a las instituciones nacionales y mundiales porque son buitres y huelen la sangre.

Aunque habrá que dejar claro desde ahora que las instituciones pueden fallar, pero su papel será aún más decepcionante en esta crisis cuanto mayor haya sido el castigo que les hayan infringido tiempo atrás. Y eso no es consecuencia solamente de los últimos meses o los últimos dos o tres años. Son décadas en las que las élites políticas y empresariales han degradado al Estado. Salinas Pliego no es un problema nacido el viernes anterior: es una consecuencia de tres décadas.

El mayor riesgo que corremos al salir de esta pandemia es que precisamente se opte por el discurso fácil que sostenga que las instituciones no sirvieron para detenerla. Y esa descalificación debe atajarse: lo único que impide e impedirá que esta catástrofe sea aún mayor es precisamente la existencia de instituciones que atienden a los enfermos de coronavirus sin importar si pagan impuestos, si su cuenta de ahorros está en Suiza o si la causa de su contagio fue local o extranjera.

No se debe perder de vista que las instituciones democráticas están en riesgo: nunca como en las crisis el escenario es tan propicio para que las élites ganen terrenos a costa de la democracia. Las élites políticas y empresariales mexicanas no parecen entenderlo. Unos quieren hacer política a la antigua, otros quieren dejar hacer y dejar pasar, y algunos empresarios quieren seguir incrementando el saldo de sus cuentas. Lejos estamos que los cimientos que estamos construyendo para salir de la crisis sean los adecuados. Los discursos de odio que se escuchan y se leen todos los días no dejan lugar a dudas: los buitres están merodeando el cuerpo enfermo de la democracia. Y si la dejamos morir, todos perderemos.

La democracia saldrá lastimada de esta pandemia, pero no debe morir. Porque detrás está el autoritarismo chino que algunos anhelan. O las medidas de represión que otros exigen. O el Big Brother que algunos quieren implantar a partir de ya. Y porque lo que salvará vidas es la democracia. La débil democracia.

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