domingo, diciembre 22 2024

M

alena no llegaba a la treintena cuando su marido fue enviado a la guerra. Se quedó sola como la mayoría de las mujeres del pueblo, en una aldea Siciliana.

Pero Malena tenía una “desventaja” sobre las demás mujeres que se quedaron como Penélope esperando a que Odiseo, rey de Ítaca, volviera de Troya (según el poema épico de Homero): Malena era una mujer bellísima y sensual que deseaban todos los hombres y los adolescentes que no partieron hacia las trincheras. 

Recordemos algo: la hazaña de Penélope le concedió un lugar en la historia y se convirtió en el arquetipo trágico de la fidelidad. No así Malena. 

El ¿héroe? de la historia es un adolescente en plena edad de la punzada que cae rendido ante los encantos de esta mujer; lo que provoca que lenguas viperinas del pueblo le pinten la letra escarlata en la frente. Malena, pues, era una puta y no había más qué hacer. 

Esta historia germinó en las mentes de Giuseppe Tornatore y Luciano Vicenzoni, quienes en el año 2000 llevaron el drama de Malena a la pantalla grande. 

¿Y qué otra mujer podría hacer mejor el papel de Malena que la brutal Mónica Belucci? 

Dorsia retoma para su portada del mes julio una de las escenas más célebres de la película: 

Después de ser víctima propicia de una envidia paralizante, Malena decide prostituirse abiertamente como consecuencia de la hambruna, y en un arranque de tristeza al enterarse que el marido ha muerto en el frente, nuestra heroína se arregla y se viste con un traje sastre negro ajustadísimo con el que sale caminando soberbia (y entaconada) de su casa hacia la plaza. En el trayecto, las mujeres murmuran, los hombres bajan la mirada y los adolescentes tienen súbitas erecciones. 

Malena ejecuta esa lenta caminata con una sola intención: desafiar a la sociedad. 

Llega a un café, toma una silla y se sienta. Temblorosa, busca en el bolso un cigarro y se lo mete a la boca. Espera. La mirada perdida en el vacío. Luego aparece un hombre y le ofrece fuego. Luego otro y otro y otro más. 

¡CLICK! 

El momento queda inmortalizado. 

Malena parece repuntar en la batalla, sin embargo, días después debe abandonar el pueblo porque ya no aguanta más las críticas y las humillaciones. 

Las guerras son infieles, funestas. Y las sociedades –como la nuestra– siguen lapidando a quienes se atreven a ser diferentes.

La foto malograda

M

ara el segundo número de Dorsia, nuestra editora en jefe convocó vía Facebook a cuatro mujeres que quisieran aparecer en la portada recreando una fotografía de Helmut Newton. La fotografía, que se publicó en Vogue hace más de tres décadas, mostraba a cuatro súper modelos posando en dos momentos: desnudas y vestidas. Fotos gemelas, sí, aunque con la variante de la ropa. Sin embargo, la sesión se malogró por falta de quórum.

Lo que se pedía era que no fueran modelos profesionales. La idea era manifestarse en contra del establishment de perfección circundante en esta clase de medios. Queríamos mujeres normales: son sus estrías y su celulitis y sus marcas de guerra. No se pudo. Quizás más adelante, quizás… 

Entonces surgió otro proyecto: invitar a las chicas que el lector tiene ante sí. Mujeres jóvenes que de una u otra manera están dispuestas a desafiar, a transgredir con su desparpajo. Y no es que precisamente se trate de “Tres Niñas Malas”. El mundo de la fotografía y el círculo editorial bien pueden ser un microcosmos paralelo, un lugar donde la otredad cabe, y llena espacios en blanco. 

Ellas, nuestras “Niñas Mal”, son Daniela Ortuño, Estefanía Ruanova y Michelle Salazar, pero bien pudieron llamarse Ana o Clara o Luciana. 

El mensaje ulterior de esta sesión es uno: en el arte no hay cosificación. 

¿Cárites?

Tres. Son tres las “Gracias” que han pintado los grandes maestros del pincel. 

Fueron, dice la mitología griega, hijas de Zeus y Eurínome.

Rafael, Boticelli y Rubens, llevaron este pasaje mítico a otro nivel; cada uno anteponiendo los estándares de belleza de su época. Las de Rubens son, quizás, las más famosas. Reciben cientos de miles de visitas al año en El Prado. 

Hoy es impensable ver a tres modelos con tales adiposidades posando frente a un pintor. En primera porque los pintores “contemporáneos” están también contaminados por la alta frivolidad. En segunda, porque las mujeres de esas dimensiones han sido objeto de una especie de campaña negra. 

La belleza de hoy parece no estar más en los ojos de quien la contempla, sino en lo que nos dicen unos cuantos modistos y diseñadores. 

En este caso, nuestra triada sí embona (involuntariamente) dentro de esos cánones de estética impuestos por la fuerza, aunque a decir verdad, lo que nosotros vemos como “Gracia” no tiene ya nada que ver con los conceptos renacentistas ni manieristas ni barrocos ni clásicos ni románticos. 

El cuadro de Rubens respeta el modo clásico de las figuras desnudas conectadas por los brazos en señal de complicidad. Pero hay algo más en el cuadro que no se percibe a primera vista: tensión sexual. 

Aglaya, Talia y Eufrosina se miran, se buscan, se palpan… y no esencialmente como se mira, se busca y se palpa a una hermana. 

El sexo femenino trae siempre consigo una tremenda carga erótica que despliega a la menor provocación, y es justo cuando se trata de provocar, que utiliza esa infalible herramienta.

La belleza es, también, un arma caliente 

Tres modelos que no se conocen entre sí son invitadas a un departamento vacío. 

El departamento fungirá como estudio para la sesión fotográfica, pero lo que ellas no saben (ni el fotógrafo ni los maquillistas) es que el departamento dejará de estar vacío a la brevedad. Se estará llenando al mismo tiempo que todos se conocen. 

La irrupción de ajados cargadores en el lugar de los hechos es una prueba de fuego para las tres mujeres que, sin intuir qué clase de fotos se les va a tomar, tienen que plantarse con la seguridad de un verdugo frente a la cámara. Sonreír, buscar la pose ideal, seducir, cortar cabezas. 

Las tres llegan puntuales. Se presentan. Ninguna sabe nada de la vida de la otra. 

Estefanía es comunicóloga, Michelle es bailarina y Daniela trabaja en una dependencia de gobierno. Nada que ver una con la otra. Sólo un par de cosas las conectan: son jóvenes, son guapas… y algo más: son mujeres. Y ser mujer es un arma caliente. 

Los maquillistas hacen lo propio. En pocos minutos las jóvenes dubitativas que entraron con la cara lavada, se vuelven monstruosas. Monstruosas en el buen sentido. Un aire de sensualidad y competencia recorre los pasillos vacíos del departamento. 

En el closet de la habitación donde las “producen”, hay suficientes prendas para que escojan. Cada una toma lo que cree que mejor le acomoda. El fotógrafo sugiere: tú esto, tú esto, y tú aquello. Ellas asienten, dóciles.

Todas, sin excepción, han tomado prendas provocativas a pesar de que en los cajones había atuendos imperiales, faldas de diseñador y abrigos de fantasía. 

Ganan las transparencias, los brillos, los fracs. 

Están listas. Hablan poco entre las tres. Se miran, se calan, miden sus límites. 

¿Qué hay de cierto en eso de que la mujer en realidad se viste y se calza y se arregla para el beneplácito de las otras mujeres?

Es verdad, y esta sesión fue el ejercicio que confirmó la máxima. 

Siempre es complicado ser la número uno en una lista. No hay un punto de comparación. Nuestras modelos no son profesionales. Son bellas, eso sí, y arrojadas. 

Estefanía se sienta en un sofá solitario colocado justo en medio del set. Comienzan los flashazos. El fotógrafo le pide que sea altiva, que lo mire con desprecio, que actúe como si llegara a un lugar donde se aglutina pura gente indeseable. A Estefanía lo “fancy” le viene bien. Es alta, de formas discretas. Sabe lo que porta y lo comprueba una vez que el primer colchón de la mudanza sube. 

Dos cargadores se tropiezan con la escena surrealista: vienen a chambear y se encuentran con una mujer que posa con las piernas semi abiertas en un sillón. 

Los cargadores se ruborizan mientras observan con el rabillo del ojo. La modelo se pavonea de su porte. Levanta la ceja. También mira a sus compañeras a lo lejos. Ninguna se parece a ella: una es rubia y fuerte, la otra tiene un toque de Lolita impresionante. Es casi una niña: menudita y sutil. Una nínfula navokoviana sin curvas. 

Nada que temer, piensa. Estefanía sale avante. Se va soltando conforme pasan los disparos de la cámara y los toscos zapateos de los cargadores dejan lodo en el piso blanco. 

Daniela. Ella no sabe que al final una de sus tomas será la portada. Si lo hubiera sabido, su actitud hubiese cambiado para mal. Se hubiera confiado o se hubiera volado. Naturaleza humana…

En realidad nadie sabe que una de las fotos de este segundo round va a robarse el corazón de la editora. Daniela va de traje, de frac, pero con el saco abierto. No trae nada debajo. Sus pechos son turgentes y redondos. Dóciles. No escapan de los límites. 

El fotógrafo le pide que tome un billete y lo haga rollo. ¿Iremos a esnifar todos? (ay, esos artistas). No, es sólo un recurso de artificio. El billete va a emular un cigarro. Vamos a quemarlo. Así se va el dinero, como en una bocanada. 

¡Malena! Ahí está Malena con su cigarro. Faltan los solícitos caballeros que, al encendérselo, piensan que estaría mejor acostarse con ella. Así los hombres, siempre…

Michelle es madre. No parece. Su anatomía no coincide con eso que queda siempre después de haber parido. Es la más pequeña. No pesa ni 50 kilos, pero quien la ha visto bailar sabe que vuela. Es un ave ingrávida, veloz, semi salvaje. 

Michelle se planta delante de la tela azul que fondea el cuadro. El fotógrafo manda a quitar los accesorios. No sillón, no baúl. Nada. Sólo ella y su cuerpo. Ella, que ha escogido un vestido transparente y arneses de cuero para darle un toque sado. Michelle representa el equilibrio perfecto entre lo “heavy” y lo fresa. Se vistió así porque sabe lo que quiere expresar. Manda un mensaje poderoso: que no se confunda nunca lo grandote con lo grandioso. Se contonea. Conoce su cuerpo de cabo a rabo. Lo reconoce y lo toca. Suena en el departamento (que pasó de estar vacío a ser una romería) Dazed and Confused, de Led Zeppelin. 

Las tres mujeres pasan a la fase final. Tienen que mirarse y sonreírse y abrazarse. Para ese momento, el humo del cigarro de los curiosos inunda el ambiente. “Blackstar” de David Bowie incendia el set. La editora le pide a las tres que se acerquen más. No quiere ver eso que las feministas de hoy llaman “sororidad” (espantosa palabra). Quiere ver comunión, empatía, gusto, placer. ¿No es acaso todo eso lo que necesita el mundo para ser un lugar mejor y más cálido? 

Esto no es un cuadro de Rubens. Es una instantánea irrepetible. Y ellas fueron, por unas horas, nuestras Tres Gracias.  

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About Author

Alejandra Gómez Macchia

Truncó su carrera de música porque se embarazó de Elena. Fue bailarina de danzas africanas, pero se jodió la rodilla. No sabe cómo llegó al periodismo (le gusta porque se bebe y se come bien). Escribe para evitar el vértigo. En el año 2015 publicó “Lo que Facebook se llevó” (Penguin Random House), y en unos meses publicará un libro de relatos, “Bernhard se muere”, en la editorial española Pre-Textos.

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