domingo, diciembre 22 2024

por Diana Solórzano

Yo nací siendo mexicana, creo que lo era desde antes de nacer, siempre lo he sido. Desde que tuve uso de razón, oí a mis papás hablar de lo suertudos que éramos por haber nacido en este país; hasta crecí pensando y sintiendo lástima por los que no eran mexicanos. Mis papás eran lo que hoy se calificaría como nacionalista y en estos tiempos no es algo muy deseable, es anticuado y hasta fuera de lugar en este mundo globalizado y plural, en el que todos quieren ser ciudadanos del mundo. Yo no: aquí están mis raíces, la gente que quiero, la comida que me gusta, la música que reconozco, el español que se habla aquí, el sentido del humor conocido, compartido y cómplice; las playas, nuestro pasado, los textiles, las frutas, los olores, los mercados, las ciudades, los pueblos, la gente, siempre la gente.

Nada más he vivido en otro país, los dos años que viví en Estados Unidos cuando hice mi maestría, y no me gustó. Bueno, también lo gocé, iba recién casada y, además de estudiar, nos divertíamos mucho con un grupo de latinoamericanos que nos daban esa parte cálida y cercana que tanto necesitábamos. Ahí me di cuenta de que lo único que me importaba y lo que buscaba en los periódicos eran noticias de este cercano y lejano país (fue en los años ochenta, sin internet ni celulares). Mi país. Cada día lo extrañaba más, así que nada de terminar el doctorado, no, no… Quería regresar, me urgía. Y aquí sigo.

Me sigue gustando ser mexicana en otros países y reconocer a otros mexicanos; me sigo enorgulleciendo de muchas cosas que tiene este lugar del mundo. Me gusta que seamos biodiversos y multiculturales, que nuestra historia sea tan compleja, tan antigua y, a la vez, tan reciente. Me reconozco en varios defectos nacionales y también en algunas virtudes.

Por lo visto sigo tratando de responder qué significa ser mexicana, y no estoy siendo muy exitosa. Tengo la idea en la mente, pero corresponde más a emociones que a intelecto. Esa idea, a la hora de pasarla a la hoja en blanco, se atora y no logro algo medianamente claro. Creo saber el motivo: es tanto lo que quisiera decir que apenas lo lograría si lo dividiera por temas y en persona. Quizá sería más sencillo si me dieran un cuestionario para responder con preguntas como estas: ¿Te gusta ser mexicana? ¿Por qué? ¿Qué es lo que más extrañas cuando has estado lejos? ¿Te gustaría vivir en otro país? ¿Cuál es tu comida favorita? ¿A dónde llevarías a un extranjero que viene de paseo? ¿Qué cosas te gustan y cuáles detestas de este país? Creo que me saldría mejor porque no soy buena para los ensayos, no tengo datos duros y no estoy segura de casi nada. Lo que en la juventud son certezas, en la madurez (yeah, sure!) todo se vuelve una duda eterna. Lo que dábamos por bueno se va por el lado de lo regular, y a veces hasta cae más abajo de lo que imaginábamos. También sucede lo contrario.

            Lo único que sí quiero decir es que no podría vivir en ningún otro lugar, puede que no haya sido mi decisión, como tantas cosas: el sexo, el género, la época, la familia, el contexto. Así nos encontramos siendo lo que somos, sin haber sido tomados en cuenta. Tuve suerte, lo reconozco, me siento cómoda y hasta feliz con lo que me tocó. Me gusta el clima, fuera de las tormentas de Guadalajara, que parecen huracanes. Amo la comida, es la que prefiero para el diario, y aunque a veces queremos probar otras cosas, siempre me pasa que al comerme un sushi pienso: “No entiendo por qué me estoy comiendo este arroz frío y pegajoso, enredado en un alga, habiendo tacos de frijoles”. 

            Nada como las playas de este país, las que tienen palmeras, las del desierto, con arenas que van de las blancas hasta las negras, pasando por todo tipo de dorados, playas con pueblo, con ciudad, sin gente, atiborradas, con lugares para comer, desde enramadas hasta sofisticados restaurantes. Playas que van del Pacífico al Atlántico, con dos golfos y muchas islas. Tenemos bosques, selvas, desiertos, pirámides, iglesias, montañas, valles, volcanes, ciudades modernas, pirámides prehispánicas, pueblos mágicos. Y siempre hay algún lugar, algo o alguien que me sigue sorprendiendo, lugares a los quiero siempre regresar y gente a la que quiero volver a ver.

            Para el humor, me gustan las respuestas divertidas y ocurrentes ante las catástrofes nacionales; desde algunos chistes hechos, pasando por albures inteligentes (sí existen, lo juro), hasta los memes y los grafitis, dos o tres moneros que nos hacen el día a día más llevadero y ese humor irreverente que aún anda por ahí. No me gusta el humor político y complaciente, tampoco los chistes de Pepito y sus derivados, mucho menos la comedia formal. Tenemos joyas nacionales: poetas, pintores, cineastas, científicos, cocineros, jardineros, arquitectos, humoristas, artesanos, músicos, a quienes admiro, y me emociona pensar que somos coterráneos. 

            En el amor, me gusta oírlo con nuestro peculiar acento y no me gusta nuestro idioma con dejos extranjeros, por más exótico y glamuroso que parezca. Toda la gente que quiero está aquí, o volverá. Estuvieron mis padres y están mis hijos, mis hermanos, los hombres que he amado, mis tías, mis primos, mis abuelas y mis amigas y amigos (hay que ser incluyentes). 

            Quiero que mis hijos sientan algo de lo que mis papás me hicieron sentir a mí –si lo logro, aunque sea un poco, me doy por bien servida–, que este país les provoque curiosidad, apego y que logren ser felices aquí.

            Si alguien me hiciera esta propuesta: “No vuelves a salir del país, pero podrás siempre ir a cualquier destino mexicano”, yo simplemente diría: “¿Dónde firmo?”

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