Óleo de una yonqui con tatuajes
TALA / por Alejandra Gómez Macchia
Eufemismo es eso que usamos para pasar a la realidad por el arte de la cosmética.
Todos los días abusamos del eufemismo, a veces sin darnos cuenta.
Llamamos “malito” al loco, “pequeño” al enano, “hombre de color” al negro, y nos colgamos de ese recurso engañoso con tal de no herir… pero, ¿a quién herimos sino (solamente) a la sociedad que intenta por todos los medios decirnos: “eso no es correcto”, “debemos ser empáticos”.
Conozco a muchos negros que no se ofenden (jamás se ofenderían) cuando un blanco o un moreno les dice “negro”. Igualmente conozco a muchos gays que no se inmutan si, de buena lid en medio de una plática, uno les dice “qué puto eres”.
Pero, sobre todo conozco a muchos adictos que no tienen el menor empacho cuando uno les dice “drogón”.
Yo misma, cuando anduve viajando en otros mundos, nunca sentí calambres si alguien me decía que era una mariguanilla.
Digamos que hay ciertos códigos éticos que son más ridículos que prácticos, pero así es la corrección política y se jodió el asunto.
La primera vez que escuché a Amy Winehouse quedé completamente cautivada por su voz.
Estaba en medio de una soporífera de cena con alemanes (imagine usted qué divertido), bebiendo vino caliente y comiendo salchichas, cuando de pronto el iPod que estaba sincronizado a la bocina del anfitrión quiso que algo bueno me pasara y…
de primera impresión juré que era Billie Holiday quien cantaba “No Greater love”. Después puse atención y noté que no. En primera porque la grabación era muy moderna, y en segunda porque la Holiday, al final de su vida, ya tenía la voz un poquito más grave.
Me acerqué al iPod y vi el nombre: Amy Winehouse.
¡Maravilloso nombre!, pensé: una mujer que se apellida “casa del vino” o algo así.
Tuve que terminar de aburrirme como campeona hasta la madrugada para poder llegar a la casa y conectarme a internet con la única intención de averiguar más sobre ese portento de mujer.
Mi asombro aumentó cuando vi su cara, su pelo, su famélico cuerpo y sus brazos llenos de imágenes lúdicas, muy “pin up”.
A nadie debe importarle el hecho de que en esa época yo pasaba por la peor depresión de mi vida. Tal era mi tiricia que dedicaba horas y horas a dormir, y cuando no estaba dormida, estaba dormida (pero despierta) y haciendo cosas que alguien vital y talentoso nunca haría: limpiaba los mosaicos del baño con un cuchillo para retirar de las hendiduras todo el sarro y la porquería. De ese tamaño mi depresión. Y cuando no limpiaba, lloraba, y si no lloraba, corría. Llegué a pesar 45 kilos, no por falta de alimento, sino porque corría como queriendo huir de algo (luego supe que de mí misma).
Por eso el impacto cuando vi a Winehouse, ya que en ese tiempo me acababa de hacer mi primer tatuaje (y quería ir por más) y aparte tenía un romance con las jazzistas y también comenzaba un romance extramarital que, en cuanto se supo, me trasladó directo al gueto de las suripantas del pueblo.
Con los días fui saliendo de la depresión. Con los días, también, escuché atentamente a Amy Winehouse. No había para ese entonces alguien que cantara así.
En un mundo lleno de Britneys, Pinks, Beyonces y demás pujonas, la Winehouse era una “rara avis”, aunque, sin duda, mi fascinación no hubiera llegado tan lejos si la chica de la greña alta hubiese sido una muñequita higiénica, atlética y sin vicios. No. Lo seductor (y trágico) del personaje era su backrground decadente.
El coctel perfecto para, además, incendiar el showbiz: un talento extraordinario con una vida deshecha por las drogas duras y el alcohol, más otro elemento explosivo: el desamor.
La historia es del dominio público: Amy Winehouse estaba enamorada de un sanpendejo sin talento que la llevó al extremo del vicio y luego la abandonó (salvándose él).
¿Cuántas veces hemos visto este cuadro?
¿Janis Joplin, Elis Regina, la propia Billie Holiday?
Concluyendo:
¿Qué tienen las mujeres geniales que acaban cediéndole la plaza a un patán?
O más bien: ¿qué tiene el patán que encanta a estas mujeres?
No lo sé.
Lo que me queda claro es que el “gran momento” de la Winehouse fue precisamente cuando, en aras de un amor mal correspondido, decidió abismarse al infierno y terminar, primero, en condición de paria, y luego más fría que una cerveza en un pub irlandés.