miércoles, octubre 30 2024

Cuando uno va a abordar el avión, y lleva consigo algo delicado, los dependientes del mostrador le estampan a ese objeto una calcomanía que trae impresa una copa quebrada con la leyenda “FRÁGIL”.

El músico que viaja con su chelo o con su bajo pide que traten con cuidado su instrumento. Mira la estampa y se encomienda a todos los santos para que los bárbaros que amotinan el equipaje en la panza del avión, lo hagan con un poco de respeto.

La señora que va del punto “a” al punto “b” camino a una boda, lleva de regalo un juego de té chino que no pudo subir consigo en el equipaje de mano, y repite la misma operación del músico. Pide al dios de su preferencia que los brutos que suben el equipaje lo hagan con cariño; sin querer vengarse de sus frustraciones personales arremetiendo contra una cajita bien envuelta que lleva en una de sus tapas la calcomanía “FRÁGIL”.

Hay tantas cosas que se quiebran o se magullan o se deforman con tanta facilidad: vasos, discos de vinil, trompetas, flautas, libros de pasta dura, lámparas, huevos de Faberge, portarretratos, platones, tibores, lentes, cámaras, espejos…

Pero existe una cosa a la que casi no le ponemos el cuidado necesario porque es algo que no se ve. Es una posesión abstracta e intangible. Un bien amorfo, como un triángulos isósceles. Se llama reputación.

Esa reputación sólo es apreciada por el que carga con ella.

La reputación, aunque no se vea, pesa como un buldócer y es tan frágil como una pajilla de cristal alemán.

La reputación puede sonar grave como un contrabajo o agudísima como un pícolo o delirante como la trompeta chueca de Dizzie Gillespie.

Y hay gente que, de hecho, carga con una reputación tan torcida como esa célebre trompeta, y sin embargo, la porta con orgullo y hace de ella (de la reputación torcida) una virtud.

La reputación de la gente puede ser ligera como una bailarina rusa de ballet. Esa reputación hace grácil al que la carga.

La persona que goza de esas bondades transita por el mundo dando piruetas, sin embargo, esa bailarina un día puede engordar y perder la forma, puede hacer que las tablas tiemblen bajo sus pies, y entonces el que la carga no podrá sentirse igual de afortunado.

Por el contrario, hay gente que lleva a cuestas una reputación densa y aparatosa. Odio el termino “mala reputación” porque no creo en la maldad intrínseca, pero sí en la torpeza del ser humano.

Puede ser –es muy probable– que esas personas que van con su reputación deformada ni siquiera sean las responsables de que esa reputación (a la que llamaré una “reputación Moby Dick”) haya corrido con la mala suerte de torcerse ante la mirada obtusa de los demás.

Porque si hay algo cierto en esta vida, eso es que la reputación que nos precede pasa siempre por un caleidoscopio de juicios arbitrarios.

Se llama chisme. Se llama calumnia. Se llama intriga, ponzoña.

Así se llama el cáncer que acaba con una reputación. Que la vuelve material tóxico y sumamente inflamable.

El problema no es del dueño de la reputación (o sí, pero hasta cierto grado), sino de los malos árbitros que la califican desde una autoridad moral que nadie, ni sus respectivas “buenas reputaciones”, les ha pedido palomear.

Lo grave de todo este asunto es que a pesar de que uno mande a custodiar su reputación con una corte de centinelas, esos centinelas (o los observadores externos, conocidos como chismosos, intrigantes, calumniadores) pueden, con el poder de su lengua, transfigurarla, cuartearla y romperla hasta volverla polvo. Esos personajes son como Yago, “el honesto Yago” de Shakespeare, que acabó con la reputación de Desdémona y enloqueció a Otelo.

La reputación es una rosa es una rosa es una rosa, que se observa con recelo. Y si es buena, es decir, si está emparentada con la belleza, levantará la envidia de los calumniadores que intentarán por todos los medios injertarle espinas.

La reputación es el chelo y el pícolo y el juego de té chino que cuidan el músico y el coleccionista al abordar al avión. Lo malo es que ese músico y ese coleccionista no pueden tener la certeza absoluta de que, a pesar de haber tomado las precauciones pertinentes en la envoltura de sus objetos preciados, esos objetos lleguen intactos, preciosos y funcionando a su destino final.

De igual manera, el corazón corre con la misma suerte que la reputación. Y no… no existen estampitas adheribles al pecho que digan “FRÁGIL”. Y si existieran, los otros se vuelven esos maleteros que avientan sin respeto ni conmiseración el instrumento, el juego del té y los huevos Fabergé a la panza del avión. Yagos en potencia.

Es una lástima, como dice George Harrison, “cómo nos rompemos el corazón (y en este caso la reputación) los unos a los otros causando el dolor ajeno. Cómo arrebatamos el amor (y la honor) a los demás, sin devolvérselos más tarde”.

¿Isn’t a Pity?

(¿No es una lástima?)

 

*Todo esto viene a cuento por un mensaje que anda circulando en algunos buzones de Twitter: un rumor estúpido que va degenerando de boca en boca, manchando la reputación de una familia gracias a la maledicencia y la bajeza de aquellos que, como los maleteros, odian su oficio y se vengan destruyendo lo que no les pertenece.

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