jueves, noviembre 21 2024

por Alejandra Gómez Macchia

Los mexicanos somos expertos en dejar para mañana todo aquello que, de entrada, no nos produce placer. Si tenemos una virtud (que al mismo tiempo puede ser nuestro más grande talón de Aquiles), eso es entregarnos al goce de lo inmediato –por cercano y conocido– anteponiendo una razón: el territorio es riquísimo y generoso.

Natura ofrenda a mansalva lo esencial. Sólo en casos extremos, la gente muere (literalmente) de hambre. Los árboles regalan limones… y uno se ve en la encrucijada si hacer limonada o mejor pedir tequila y sal.  Cuando optamos por lo segundo saciamos nuestro hedonismo, pero nos arriesgamos a pagar el costo en una resaca; cuando tomamos lo primero sólo cubrimos la necesidad básica de quitarnos la sed… aunque el azúcar de la limonada nos meta a una espiral aún más tóxica.

No podemos separar el comportamiento de nuestra raza, los patrones que hemos abonado durante siglos por un evidente hueco en el terreno de la educación: México es como su clima: dispar, contrastante y surrealista. Por eso podemos hacer un paralelismo del ejercicio político con la vida doméstica; pues al final somos los mismos quienes nos comportamos de equis manera en la casa y en el espejo público.

Por más que afuera interpretemos guiones y papeles; que vivamos a expensas de distintos roles y posiciones jerárquicas, Juan Pérez es Juan Pérez en la cama, en la cocina y en la chamba. La esencia de cada cual prevalece y acaba por emerger a la superficie a pesar de las máscaras y la cosmética.

Asimismo, la comadre Lupita se conducirá en la vida: si Lupita no se cree capaz de salir adelante sin un marido que la ningunee  y decide (en un rapto de “valentía” combinada con la más alta desesperación) cambiar de marido con la misma mentalidad derrotista y autocompasiva, lo más probable es que Lupita transfiera su drama a otro infiernito similar el día que se anime a volverse a enrolar con un nuevo amante. Es decir; todo trastorno físico que nos lleva a reaccionar, sin sanar antes, conduce a más trastornos, pues, citando a Michel de Montaigne: toda enfermedad es en sí una enfermedad del alma.

El terreno político y la manera en la que transitamos por el espectro público es una réplica casi exacta del comportamiento íntimo y privado. No se puede ser valiente en la calle si se es cobarde en la casa. Pero la valentía es, ¡oh sí!, uno de los principales síntomas de madurez; la valentía es el despojo voluntario del miedo, y no se obtiene con recetas mágicas: sólo llegamos a sacudirnos el temor cuando se ha caminado por la zozobra de una temporada en la incertidumbre.

Los cambios son cambios porque llevan implícitos el factor de la duda y el misterio, así pues, si la comadre Lupita cree estar cambiando radicalmente su vida dando un salto con una falsa red de seguridad que la cache, es seguro que esa falsa red le reviente la dermis y acabe por lacerarla y dejarla caer de nuevo en el vacío.

Cada mañana escuchamos el término transformación como un mantra religioso sin saber bien a qué se aspira con esa transformación. O al menos eso sucedía hasta el día de ayer, cuando el tablero de ajedrez se movió, no por las manos mañosa de los jugadores de siempre, sino por una mano omnisciente que siempre ha estado ahí, presta para reacomodar el juego.

El juego de la política en nuestro país sólo ha cambiado el color de sus fichas y ha puesto en posiciones contrarias a los adversarios: nunca ha sido un juego limpio y transparente, ya que los participantes directos echan mano de la trampa y se han brincado y rompen las reglas a su conveniencia.

Juan Pérez no había querido darse cuenta de que, en vez de hacerse una limonada con los limones que le caen del árbol, podía pedir tequila y sal para así tomar valor. Y la comadre Lupita no reparaba en que, si se metía con el camarada del marido madreador, lo más probable es que ese camarada le saliera aún más madreador pues la conoce y sabe que la “la doñita aguanta vara”.

La elección del día de ayer obró un pequeño milagro en la legendaria abulia de nuestra raza: nos hizo salir en medio de una tarde gris, y en lugar de guarecernos cohabitando con nuestros miedos, fuimos a bailar bajo la lluvia.

El resultado no es ni de cerca la conquista de la verdad ni la justicia, votamos (desgraciadamente) por “lo menos peor”. No hay tantas opciones, y a la mirada de muchos estamos regresando a ser las Comadres Lupitas que fueron golpeadas ochenta años por el mismo cacique gordo (y otros doce por el mojigato), sin embargo, el acierto, el avance está en el movimiento; en ese sano oscilar del péndulo que no es otra cosa más que el trayecto de una línea que dibuja algo parecido al equilibrio.

De eso se trata, en eso consiste la valentía (cuñada bienquerida de la madurez): en atreverse a desafiar a los que siempre llevan mano (negra) en el tablero.

 

 

 

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