La Quinta Columna
Por Mario Alberto Mejía
Hay una ley en política que no falla: la gente sólo te respetará si tratas de hundirla.
Los malabares sirven de muy poco.
(Nadie respeta a un malabarista. Lo único a lo que aspiran es a recibir dos pesos en un semáforo en alto).
Los bufones podrían servir para algo más: para generar risa, por ejemplo.
Pero luego de la risa viene la parte seria, y es ahí donde son prescindibles.
(Nadie toma en cuenta a un señor con la cara pintada como Brozo).
Los políticos profesionales sólo respetan, pues, a quienes buscan hundirlos de alguna manera: sea en un discurso, en una serie de acciones o en ese ring de boxeo que es la política mexicana.
Cuando un profesional se topa con otro, los dos lo saben.
(Los profesionales tienen un sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista).
Para hacer una carrera política en forma se requieren algunas cosas que la Pipitilla no tiene: sentido común, talento, formación y carácter.
Sin ese conjunto de cosas metido en una licuadora no hay futuro.
Mal empieza una carrera política aquel que da risa en lugar de miedo.
Los viejos políticos lo sabían.
En nuestro ámbito, Maximino Ávila Camacho generaba pánico.
Nuestro Díaz Ordaz —antes de ser presidente de México—, provocaba burlas.
Luego se repondría y haría de su Presidencia el castillo de Drácula.
Carlos Trujillo, secretario de Gobernación de Alfredo Toxqui, daba miedo hasta en sueños.
Alberto Jiménez Morales se volvió la pesadilla de muchos.
Manuel Bartlett tenía el control absoluto del terror que generaba, y lo administraba cotidianamente.
(La mirada Bartlett —hoy extraviada— fue de antología y sirvió para que se movieran muchas cosas).
Hoy, sin embargo, Bartlett sólo da pena.
Pena y risa.
Marín quiso dar miedo desde que llegó a Gobernación.
Lo logró con el tiempo.
Su mejor época fue una vez que arribó a Casa Puebla.
Digamos que su primer año fue espectacular y convirtió Casa Aguayo en la Casa del Terror.
Pero con la llegada del affaire Lydia Cacho, Casa Aguayo se volvió la Casa de la Risa.
Hoy da todo menos miedo.
Da lástima, por su fuga interminable.
Da ternura.
Y, faltaba más, da pena sobre todo.
Igual que Bartlett, su maestro político.
Rafael Moreno Valle siempre quiso dar miedo.
Lo logró hasta el final de sus días.
Miguel Barbosa Huerta empezó a dar miedo desde el proceso de transición, cuando un día sí y otro también hacía anuncios brutales.
Dice un clásico que nadie lee pero todos citan: es mejor ser temido que respetado.
¿A cuántos poblanos respeta realmente el gobernador Barbosa?
Si volvemos a la frase con la que inició esta columna a muy pocos.
Una mano bastaría para contarlos.