sábado, diciembre 21 2024

Por Alejandra Gómez Macchia

Ésta es la casa de los locos.

 Éste es el hombre

que está en la casa de los locos.

 Éste es el tiempo del hombre trágico

 que está en la casa de los locos.

(Elizabeth Bishop

 Visitas a St, Elizabeth

  …al poeta Ezra Pound).

Un ex manicomio.

¿En qué otro lugar se puede conectar con un hombre tan surrealista como Antonio Álvarez Morán?

Meses atrás propuse hacerle unas fotos porque sabía –de oídas– que era un personaje absolutamente fuera del establishment, pero al mismo tiempo, con un arraigo insólito a Puebla y su mística.

La cita se prolongó por más de un año y medio.

La pandemia llevó a muchos a apelmazarse y morir de hastío, mientras que otros aprovecharon la crisis para, desde su fuero interno, crear un mundo paralelo mucho más afable y generoso del que nos estaba tocando transitar cubiertos de boca y sin contacto físico.

Es difícil traducir a un artista como Toño; empezando porque el espectro de su lenguaje es amplio. Es pintor, pero también hace performance, pero igual se planta como modelo, y hay días en los que es una monja reencarnada y al mismo tiempo es un cronista gráfico de la ciudad y el novio más polémico que ha tenido Lyn May, y un coleccionista rabioso de revistas, y un amante fervoroso del rock y, claro,  un puntual custodio de la cultura popular.

Álvarez Morán no da tregua a la imaginación y transgrede desde una calma aparente ya sea en sus estudios, al aire libre o dentro de una iglesia.

Para poder comprender el porqué de su obra es necesario soltar algunas marras mentales. Su trabajo es tan serio y lúdico como lo debe ser la ironía misma.

Irónico es entonces verlo moverse con un hábito por las calles del centro histórico o colgado de un badajo de campana en un templo oaxaqueño, creyendo que lo suyo es burla cuando en realidad es un desdoblamiento.

Toño roba fragmentos bizarros de la vida para construir su personaje: toma un desayuno psicodélico verde mientras mira en la televisión películas que van de lo sublime a lo ridículo. Da un trago de café al mismo tiempo que Juliancito Bravo explota en llanto por no poder tener un trajecito blanco para su primera comunión. Una autopsia rápida de la mexicanidad.

¿Y qué efecto surten esas imágenes en la cabeza del artista?

Dejan fluir un manantial de historias que después se condensarán en gruesas pinceladas. ¿Qué es la vida sino una constante y eterna intervención de sí misma? La variación sobre los temas que nos obsesionan, nos escandalizan o nos dan placer.

El motivo del encuentro en el Museo Regional de Cholula, antes Sanatorio Guadalupe para enfermos mentales, es la exposición “Holy Watercolor”, una serie de acuarelas nada convencionales realizadas en su mayoría durante estos años en los que la gente se guareció en sus casas para lamentarse y llorar y enloquecer por un virus que se niega a abandonarnos y nos pone a bailar con las quiméricas formas que nos regalan los espejos.

A Toño lo conocí sin conocerlo hace más de quince años. La mayoría de los habitantes de esta ciudad de Dios lo conocemos de rebote cuando vamos a comer al Mural de los poblanos y miramos esa panda de señoras y señores muy bien ataviados que nos observan desde un plano colorido mientras comemos y nos embriagamos. Pero también lo conocí en la caja de resonancia del contrabajo de un amigo mutuo, Toño Cedeño. Sobre la panza robusta de ese instrumento, Álvarez estampó su huella a manera de criatura demoniaca parecida al misterioso dueño del instrumento. También parecida a él.

La bestia en el contrabajo es uno de sus dibujos negros… ya quien quiera entender el guiño que lo haga y no se me juzgue de esnob.

Tomando en cuenta que conocer no es reconocer, tuve que ir en busca de Toño al manicomio para asomarme a ver sus némesis y sus respectivos alter egos. ¿Y qué es lo primero me topé al entrar a esa sala? La botella de agua bendita de San Ignacio de Loyola que fuera el detonante para que soltara el oleo y el gran formato y cambiara de elementos: papel y agua. Nada mejor para aliviar una época densa, opaca. El agua  aligera  los pigmentos y los hace traslucidos. Curiosamente en esta etapa el autor se vuelve más transparente, nos deja ver a través de sí sin la gravedad del aceite o la opacidad del acrílico. No se sabe si es algo intencional o premedito cambiar de estado en una temporada en la que la vida se volvió más frágil que de costumbre.

Lo que comencé a observar, pues, fue a un artista que no regateaba sensaciones.

Me adelanté a la hora pactada en aras de echar una ojeada a la exposición sin la presión del autor puesta sobre mis sienes, que es adonde uno suele dirigir la mirada cuando quiere ver más allá a su interlocutor.

Rodeé la botella mágica de agua bendecida puesta en un nicho cristalino central pensando nuevamente que estaba a punto de confrontar a un excéntrico que muchos años antes, quizás antes de que yo naciera, daba clases ahí mismo a los pacientes del sanatorio que vieron pasar desde su confinamiento a millones de curiosos que los saludaban desde las alturas de ese cerro que no es cerro, sino una pirámide coronada con un templo católico. ¿De qué hablamos cuando hablamos de elementos surrealistas?

La muestra que estará expuesta hasta junio es una especie de decantación, de extracción en frío de todos los humores y jugos de su subconsciente, a ratos melancólico y lúdico, a ratos perverso.

Toño cuenta historias erótico-eclesiásticas a todo color celebrando las nupcias de cardenales, curas y santos varones con vedettes y vampiresas que subyugan desde una estatura física y moral a sus acompañantes.

También esconde y escarba en su propio pasado estampando rostros familiares sobre documentos antiguos que dotan a cada cuadro de una poética involuntaria resuelta en bellas caligrafías que desvelan los gustos y las aficiones de sus retratados. 

El color (a mi parecer) es entre muchas cosas, una postura ante la vida.

En la obra de cada artista e incluso en el espacio vital de cualquier ciudadano de a pie, el color es un indicador puntual del sino de la persona, sin embargo, es una cuestión estrictamente de carácter poder modificar los designios que el azar nos pone enfrente.

Antonio tenía doce años cuando un padecimiento óseo lo postró durante meses en cama. A ese agente misterioso capaz de frustrar y malograr la existencia de cualquier joven, pronto él mismo le daría una interpretación metafórica; una resolución freudiana que dignificaba el sufrimiento y abolía los pronósticos oscuros que recibiera su madre por parte del médico: “Un cuadro muy negro”.

¿Será por eso por lo que toda su obra está constelada en colores vibrantes y elementos que nos reafirman que el eros es el triunfo del placer sobre la muerte, o su conversación amistosa?

En la serie de Ausencia y Concepción (treinta cuatro dibujos de las enigmáticas y grosas hermanas Abasolo) mistifica, homenajea y manosea el trabajo cuasi doméstico de quienes, dice, habitaron también en el edificio de Los Emplomados, en donde él vivió una buena parte de su vida rolando de apartamento en apartamento.

Estaba mirando el sui generis árbol genealógico de Ausencia y Concepción, cuando Antonio me rebasó por la derecha.

Quince años después de mi encuentro con La Bestia del contrabajo y de ser observada por los personajes de su mural entre mezcales y bichos comestibles, me encontró absolutamente absorta intentado descifrar hasta dónde es realidad y hasta dónde invención el relato de las hermanas.

Caminamos frente a los dibujos que me recuerdan intensos viajes psicodélicos con hongos.

El arte, creo yo, no nos debe explicación. Es un ente con vida propia que le habla a cada uno en su respectivo idioma. El arte incluso nos sobrevive, trasciende a los gusanos y al polvo.

Los dibujos de las Abasolo transitaron más allá que sus autoras, para luego caer en esas otras manos que los deconstruyeron regalándoles otra eternidad de vida útil; prologándoles aún más la permanencia, ahora con las bondades del color.

Toño traía puesta una playera de uno de los pasajes del Jardín de las Delicias de El Bosco. La cabeza semi rasurada con el recuerdo de unas grecas y una cruz que su peluquera de confianza le diseñó para la inauguración de la exposición.

Entonces me habló de sus obsesiones: de el santo niño cieguecito y su parecido a Alice Cooper como pilares de sus obras punketas-clericales, pasando por su pasión por las rumberas que hacían las delicias de dos generaciones atrás; Lyn May como santa patrona de sus delirios lúbricos y los pintores clásicos reinterpretados con su pincel en entrópicos cuadros que fueron dispuestos al fondo de la sala, junto a una de esas bancas bañadas de luz cálida en donde los curiosos se sientan para intentar descifrar mensajes ulteriores y los amantes de ocasión  se ponen a besarse sin reparar que están rodeados de  cientos de ojos que los observan desde el papel.

Antonio insiste en medio de una sonrisa socarrrona que pintar con agua bendita es una especie de milagro.

Yo sigo su relato oscilando entre mi ateísmo recalcitrante y la curiosidad propia del novelista, pero siempre dándole gran valor a una fórmula que ha refrescado la obra y que al final lo llevó a un nuevo puerto en la exploración del color y los sentidos.

“Todo esto comenzó con una revelación al encontrar en un armario la botella de agua bendita”. San Ignacio la puso ahí para mí, dice Antonio, al unísono que volteo y enfoco una imagen que, de observarse bien, delata al autor en su alteridad representando la escena con esa dupla de personajes (el santo y el devoto) que, puedo asegurar, son él mismo… cosa que a algunos seguramente les podría resultar una herejía o una profanación, pero recordemos que el artista siempre acaba viendo el mundo como un reflejo salvador de sí mismo. A manera de crítica o no. O como una forma de reconciliarse con un mundo que anhela y no llega a pertenecerle de todo.

Recordemos que Madame Bovary era el propio Flaubert vestido de adúltera y que en el quattrocento muchos pintores se proyectaban a sí mismos en escenas pastorales y santas.

¿Entonces por qué no habría de ser Toño Álvarez la encarnación de su propio milagro?, pensaba yo, ya fuera del museo; mientras disparaba la cámara viendo a la monja, al sátiro, al súper licenciado inoxidable, al hitch hicker que se fue a Santa Fe de aventón, al maestro de los locos, al hincha número uno de Lyn May, al inventor del negroni con paletas de mamey, al mistificador de las hermanas Abasolo,  y al niño que se levantó de su cama en contra de los pronósticos médicos; conviviendo con los pintores que había en su familia y, sobre todo, negándose a que el cuadro de su vida permaneciera negro.

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