Réquiem por Nuestra Señora de París
por Alejandra Gómez Macchia
a Elena Tremblay
Frente a las llamas somos, como decía Hugo, dos murciélagos ante la luz.
Nunca pisamos París, pero lo presentíamos.
Hay lugares que sólo habitan los fantasmas.
Castillos sin reyes,
Templos inertes sin Dios.
Y los demonios, sí, ellos siempre vuelven a incendiarlo todo.
Cientos de años durmieron, helados.
Contemplando en sueños desde las alturas a aquellos bobos japoneses que los encerraban para toda la eternidad en sus lentes telescópicas.
Cuántas malditas fotos acabaron por desecarles el alma a esos monstruos mansos, glaciales, que sólo en páginas febriles vomitaban, felices, su fuego.
Hay tanta belleza en lo monstruoso…
Lo terrible es el mejor espectáculo del hombre.
La prensa no, no resistiría el paso de las horas sin su dosis cotidiana de infamia.
Nada como el vértigo del que contempla desde un sitio seguro el desastre.
Ni el Bosco ni Brueghel ni Goya ni Delacroix existirían sin lo disforme.
Humo en las colinas del jardín de las delicias.
La libertad, no, no ha podido guiar bien al pueblo.
Y Saturno engulló de un solo bocado al más amado de sus hijos.
¡Arde Nuestra Señora!
Flashes, susurros, murmuraciones.
Qué bonito suena el francés cuando se canta en un lamento.
La aguja central, falo que se negó a la redondez del barroco, hoy muestra su famélico esqueleto.
¡Qué atroz, pero qué solemne luce el fierro calcinado!
La ciudad luz sumergida en la sombra.
Nunca antes se apreció con tanta crueldad su negritud.
El faro no despierta.
Es un cíclope trasnochado.
El resplandor de las enormes lenguas insuflan el movimiento mientras la vieja ciudad de Baudelaire y Saint-Saëns ejecuta una danza macabra.
¿Y las torres?
Dos moles imperturbables por las que se precipita el espíritu del tiempo.
Lo que sobran son miradas incrédulas.
Los que iban buscando fête, encuentran luto.
A los que sellan su amor con un beso francés, el beso les supo amargo.
En medio de la humareda se ve el rosetón.
¡Que nadie se acerque a la galería!
Si la Guadalupana sobreviviera a la hecatombe, comenzaría a creer en ella.
Nuestra Señora, ahíta de imbéciles que se hacían la selfie, se ha inmolado en la plaza pública.
En horario estelar y en tiempo real.
París sí vale una misa.
Frente a las llamas somos, como decía Hugo, murciélagos ante la luz.
Y las sombras que van y vienen con mangueras hacen la ilusión de cientos de jorobados.
¡Vamos ya, mon chère!
Alejémonos pronto de la instantánea que dará la vuelta al mundo.
La imagen desafiará a la cibernética y quedará ahí como una herida abierta.
Dejemos que el turista afgano se llene de relámpagos la cabeza
Inunda de lluvia tu sombrero y no veas más a los demonios escupir magma.
Permite que el faro se apague.
Que el cíclope sienta en su interior que la ceguera es amarilla.
Y que mañana, muy temprano, el reportero trepe a la empalizada para contemplar esa raja lúbrica en el centro de la tierra.
Nuestra Señora tiene amputada el alma.
Su matriz ha quedado expuesta.
No conocimos París, pero lo intuíamos.