domingo, diciembre 22 2024

La Quinta Columna
Por Mario Alberto Mejía

Desde el himen intacto de la libertad de expresión —oh, himen, himeneo—, me escribe mi querido Juan Manuel Mecinas.

El tema no podía ser otro: la columna que escribí sobre los periodistas mojigatos que se quejan de la dureza de algunas recientes cartas aclaratorias.

Empiezo por contestar uno por uno los señalamientos del doctor en Derecho Constitucional por la Complutense de Madrid.

Dice Mecinas refiriéndose al debate entre prensa y poder: “Lo que me cuesta aceptar es que esto sea un debate y, además, que en el debate quepa cualquier calificativo y, menos aún, que se acepten descalificaciones.

“El poder y los medios o periodistas no se encuentran en un plano de igualdad.

“(…) el Ejecutivo, los diputados, los senadores y los munícipes no son periodistas ni son medios de comunicación. Esa sola característica tendría que ser suficiente para entender que estamos ante una disputa entre dos entes distintos, con distintos roles”.

Leo las líneas anteriores y confirmo una vez más que vivimos en el rancho grande.

La aldea separa con una pulcritud que espanta a los actores públicos.

¿Por qué negarnos a debatir con el poder con las mismas armas verbales?

Ese afán de seguir viendo al poderoso como un padre severo está bien para el diván del psicoanalista pero no para el debate público.

Cuando Woodward y Bernstein enfrentaron el poder de Nixon en el contexto del caso Watergate no andaban como los tres cochinitos quejándose de que el lobo los persiguiera.

Ellos y la señora Graham resistieron toda clase de acosos y descalificaciones: no sólo violentas cartas aclaratorias, sino la reacción desproporcionada de un aparato emparentado con Godzila.

Si Woodward y Bernstein se hubieran detenido en esas minucias de urbanidad, las brutales revelaciones periodísticas, y el debate público que trajo consigo, hubieran perdido fuerza e inmediatez.

Qué bueno que esos periodistas no tuvieron un Artículo 19 que los hubiese defendido.

La historia de esa trama se habría escrito de una manera distinta.

El debate entre el poder y la prensa no debe tener corsés ni fajas.

Debe ser libre hasta de prejuicios.

Bartlett y su jefe de prensa tienen todo el derecho de responder como les venga en gana y no como el Manual de Carreño lo defina.

Lo políticamente correcto tiende a inhibir los buenos debates.

Esas reglas pudibundas están bien para ir al baño, no para debatir con las navajas filosas del lenguaje.

Pobre español: ya bastante lo hemos lacerado como para seguir humillándolo más.

Los debates entre Diego Rivera y el poeta y funcionario Salvador Novo no existirían en la historia de la cultura mexicana si el notable pintor se hubiera quejado de los sonetos burlescos que el notable poeta le endilgó en más de una ocasión.

Mecinas se queja de que, en una reciente carta aclaratoria, Verónica Vélez, directora de Comunicación Social, calificó las columnas del periodista Rodolfo Ruiz de “maliciosas e incluso llenas de intriga, producto de las filtraciones mal intencionadas, que a todas luces se aprecian en las líneas de sus publicaciones”.

Dice el doctor en Derecho que esa carta “es algo tan vago que suena más a superioridad caciquil o a amenaza”.

No veo el tufo caciquil y mucho menos la “amenaza” en esas líneas.

Lo que sí veo es un exagerado pudor que linda con la cursilería.

Y eso es conmovedor.

La historia del periodismo mundial está llena de grandes debates entre prensa y poder.

No hagamos caso de los ombudsman del periodismo que piden miel en lugar de hiel.

Hueva humana.

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