retrato del artista subyacente
por Mario Alberto Mejía
¿Cuándo dejé de ser paria?
Tengo los años: en 1974 o 75, una vez que leí por primera vez algo que no entendía —y sigo sin entender—: un poema de Octavio Paz. Ese poema, publicado en Ladera Este, cambió algo en mí. ¿Qué? No lo sé de cierto, pero supongo que mi relación con el lenguaje. Desde entonces persevero, todos los días, en ese vicio de juventud.
Yo era un paria feliz y poco educado, como son los parias, antes de eso. Un paria sin expectativas ni ilusiones. Un paria solamente. Un triste paria. Mi padre quería que trabajara en la Compañía de Luz y Fuerza. No entendía —mi madre sí— que la poesía fuese el fruto de mis desvelos. (Dos novias también lo fueron en esos años). ¿De qué vas a vivir?, era la pregunta reiterada.
Ese poema de Paz me abrió el camino hacia otras formas de la poesía: la pintura, el cine, el teatro, la conversación. Mis primeros premios y becas —mi primer libro— convencieron a mi padre de que había futuro en el difícil arte de perder el tiempo. Ante la crítica unánime de la familia Mejía, tan dada a los ingenieros y a los hombres de bien, me mudé a Coyoacán con mis libros y mi música. Ahí escribí dos poemarios —destruidos con el tiempo por mi exesposa—, y me enamoré como una bestia de la esposa de otro compañero poeta: una mujer recién llegada de París, donde se fue a vivir un par de años. Ella, dulce, sensual y seductora —se llamaba Gilda—, encendió el sofá-cama que había abandonado Susana. Hizo, además, algo que también contribuyó a marcarme: tradujo al francés un poema que escribí sobre Brigitte Bardot. Tantas cosas juntas me hicieron ver que ahora era un paria que escribía versos. Un paria ligeramente educado. Mis amistades cambiaron. (Se quedaron en un multifamiliar ubicado a una cuadra del Mercado de Jamaica). Mi mundo cambió. (Ahora hablaba en verso). Mis orgasmos se cubrieron de versos en francés a la hora de sacar la leche. Me sentía un poeta maldito —como el Baudelaire que fumaba hachís— succionando el humo de un Delicados sin filtro. Algo era cierto: mi pasión por el lenguaje sobrevivió la borrasca de esas noches. Ahora que escribo este autorretrato siento nostalgia por ese joven desobligado y altanero que fui. Lo veo como se mira una fotografía hallada en el álbum familiar. Era un paria, me digo, con fama de poeta. (Esas dos condiciones me siguen acompañando hasta la fecha). Un paria sin escrúpulos pero medianamente letrado. Un paria que vivía de la poesía y le alcanzaba para pagar la renta de un estudio pequeño en Coyoacán. No sé cómo he llegado hasta aquí con esas actitudes. Debo admitir algo: sigo siendo fiel a mis pasiones. Nunca las he abandonado. Han viajado conmigo desde la década de los setenta hasta el 2023. Eso tiene su mérito.
A esas pasiones he agregado la felicidad de despertar al mundo todas las mañanas y la ilusión de levantarme y abrir un libro.
Sigo escribiendo versos. Ahora también escribo prosa. (Técnicamente, el prosista mantiene al poeta que hay en mí). Descubro que el amor y la pasión sexual no me han abandonado. Cojo como Dios manda con la mujer que amo. Lo primero que hago al despertar a las 5:30 de la mañana es abrir mi ventana para mirar un jardín parecido a eso que llamamos alma. O espíritu. Luego observo el pasto nuevo que sembré hace una semana y media. “Ya amarró”, me dijo el jardinero.
Tras beber el primer café del día, me pongo a trabajar. Lo hago todo el tiempo. Y sólo me distraigo a la hora de comer. En ese momento aparece el paria coyoacanense adicto a la conversación, a la buena comida y al buen vino. El paria aquel que abandoné en un estudio cercano a las casas de Juan García Ponce, Jorge Ibargüengoitia y Salvador Elizondo. Un paria muy ufano, pero sin un quinto en la bolsa.
Me da ternura ese muchacho que dejé de ser y que todos los días me topo en mis comidas o mis cenas. Ese paria que se adueña de mis conversaciones y de mis contertulios, y que recita versos a la luz del vino nuestro de cada día.