jueves, noviembre 21 2024

Por Dorsia Staff

Es una mujer discreta que no busca reflectores ni intenta sobresalir en los actos. Va siempre junto. No atrás, ni adelante. De la mano (él se la toma a la menor provocación). 

Viste con atuendos sobrios, y a veces los adorna con algún bordado: una chalina o un rebozo de las regiones que han caminado antes, durante y después de las campañas. 

Camina a buen paso. Sabe cuándo y cómo aparecer, y cuándo y cómo evanescer. Pero aunque evanesce, nunca se va del todo. 

La vida del político mexicano es generalmente una vida egoísta, muy aparte de la esposa; y  en ocasiones esa brecha la abren ellas mismas por razones indistintas. Algunas hacen bien. Otras, como ella, son esenciales para llevar a buen puerto la actividad de su hombre. 

Las hay también muy protagónicas, y cuando eso pasa, en lugar de abonar a la imagen pública del marido, le restan puntos por ese afán de mostrar músculo; por la necesidad intrínseca de no ser etiquetadas  como “la pareja de”…  

Es un tema de vanidad, de orgullo, de ego. 

Las mujeres que viven con personajes públicos suelen padecer el cargo del cónyuge en silencio, y ese cargo llega a ser un lastre para ellas por una simple razón: porque las eclipsa. Y ellos, los políticos mexicanos, prefieren mantener a su mujer a raya; quizás les dan la opción de pertenecer a un voluntariado, o no; a veces es mejor que no figuren porque si aparecen son estridentes, y ya de por sí es duro el oficio de sortear la maledicencia de la prensa que busca siempre la nota amarilla: el hijo junior o la mujer consumista. 

Es un escenario catastrófico. Ejemplos sobran: retomemos el famoso “merezco abundancia”, de la mujer de Javier Duarte, que ahora vive un exilio dorado mientras el hampón de su marido purga sus delitos en la cárcel. 

Vivimos tiempos complicados pues los hombres están bajo la lupa; si no son incluyentes, malo. Si lo son, y la mujer exhibe sus frivolidades, peor. Total que ya no saben qué hacer. Nadie, ningún político en su sano juicio quiere tener al lado (o mejor dicho encima) a una Marthita Sahagún. O a una hermana como la de López Portillo, apodada por la prensa cultural como “La pésima musa”. 

¿Quién es María del Rosario Orozco Caballero? 

Las actas del registro civil dicen que es la esposa de Luis Miguel Barbosa Huerta. Y lo es. Pero resulta que ser “la esposa de” en estos tiempos (y en el pasado) significaba entrar en una coreografía donde predominaban las transiciones (es decir, la parte donde las parejas bailan cada uno por su lado) por encima del acoplamiento. Ser “la esposa de” (en este caso un político) se puede ver desde afuera como una especie de obligación con poquísimo reconocimiento. Cada quien su agenda: ella a los hijos, o en el mejor de los casos a un puesto simbólico (muy menor). Este un escenario completamente ajeno a la vida y a los días de doña Rosario Orozco. 

Luis Miguel Barbosa llega a aun acto de gobierno. Desde que baja de su carro, los asistentes y los hombres de seguridad lo recibe como se recibe a los políticos: con la sonrisa de anfitrión que quiere agradar al invitado, sin embargo, Barbosa no llega solo; su mujer, Rosario, va junto en una caminata casi sincronizada. El gobernador sube al estrado. Doña Rosario va junto y se coloca casi hombro a hombro. Su marido le comenta algo. Dialogan con la mirada, es una pareja que se intuye al instante.  Ella no manotea cuando habla. Rosario trata de no hacerse notar demasiado, sin embargo su presencia es lo más notorio en un mundo de hombres solos, de hombres que no mezclan lo privado con lo público, o de plano, de hombres que no toleran a sus mujeres (los más). 

Cuando el gobernador baja, luego de atender a los presentes, él y Rosario Orozco cruzan información. Barbosa asiente. Pocas veces niega o hace movimientos de “no” con la cabeza cuando hablan.  

Doña Rosario es abogada, así que sabe sobre “temas” que hay que tener sobre la mesa. Lo que pasa por el escritorio de su esposo, ella lo lee atentamente. Siempre.  

En Casa Aguayo la pareja no sólo habla de política, operación y estrategias. Mientras esperan la hora para acordar con el gabinete, recuerdan un viaje en particular: la pareja quedó encantada con Portugal. Portugal y sus fados, sus oportos y su melodiosa lengua. 

Un buen día llegaron a Lisboa y rentaron un auto para adentrarse en las ciudades ignotas. Los Barbosa saben que la ciudad que no se camina, no se vive; ni se puede soñar con ella después de andarla. 

Rosario Orozco vivió junto a su marido los días más oscuros, los meses más frustrantes y desesperados después de una campaña sangrienta. Si hubo o no fraude, ahora es lo de menos (o quizás no). Salieron triunfantes porque la lealtad se ceba siempre en las horas más bajas. En la pérdida del poder.  

Las crisis son los momentos donde se cala una relación; cuando se reafirma la solidaridad o se renuncia por default. No hubo un día durante las dos capañas que Rosario no estuviera ahí, pendiente, atenta, obsrevándolo todo desde una distancia imperceptible. Ella supo desde un inicio con quién se contaba y con quién no. Las mujeres tienen un sexto sentido que les ayuda a distnguir bien entre aliados y entre traidores. Doña Rosario olfatea de lejos el peligro. Es una mujer alfa.  

Los Barbosa-Orozco han sobrevivido a todas las pestes políticas posibles: campañas negras, impugnaciones, descontentos, fallos que no les favorecían en absoluto, y luego, la luz de la victoria.  

En todo ese peregrinar, Rosario se movió con grcia y sigilo pues sabe que los hombres en la política suelen ser más infieles que un donjuán. Más tricioneros que el honesto Yago. 

Volvamos la vista a un acto de gobierno. Cualquiera. En lunes o en jueves o en domingo.  

Luis Miguel Barbosa sentado en medio, cobijado abiertamente por las cabezas de su partido (el partido que domina hoy el mapa político nacional). 

Puede que en el presídium estén sentados los mejores operadores o las autoridades que deben aparecer a cuadro para inyectarle potencia a la ceremonia, sin embargo, la persona que más influye en su toma de decisiones, la asesora estelar está junto a él; discreta, pero bien plantada. Sin buscar el spot, pero recordándole los nombres que no hay que olvidar. Y es a ella, antes que a nadie, a quien siempre le agradece su presencia y su apoyo. 

Doña Rosario Orozco no es sólo “la esposa de”, es la mano derecha del gobernador. Su consejera, su aliada, su compañera. 

Así lo hace público Barbosa sin la socarronería típica del que lleva a su mujer para cubrir una cuota de género. 

En la vida hay dos clases de matrimonios: el que simula y el que produce. 

Los Barbosa-Orozco engrosan las nada comunes filas del segundo grupo. 

Son una buena alianza. 

Doña Rosario, y no Yeidckol ni demás lideresas del partido, es el personaje más cercano. En su hogar, pero también en Casa Aguayo o en las calles. 

Es la mujer más fuerte del barbosismo aun sin ostentar cargo o posición alguna. Y es una estupenda madre y hermana.  

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