¿Quién dijo que ha muerto? El que no lo conoció. El sordo.
El torpe que habló de él sin
entenderlo. Las musas que no
llegaron a la cita de un poema.Aquella a quien
no le escribió sobre la mesa.
Carlos Meza Viveros
Hace ocho años murió Salvador Rocha Díaz, uno de los más grandes juristas que ha dado este país. Hasta hace poco estaba plenamente convencido de que la muerte no debería por qué cambiar la percepción que tenemos de las personas; sin embargo, lo más común es que al morir alguien, aquellos quienes le sobreviven comiencen a idealizarlo pues ya no está para defenderse o reafirmarse.
Siempre aprovecharé la magia de la página en blanco para esbozar imágenes que en la memoria se difuminan o acaban por fugarse a un lugar ignoto. Es una suerte de ejercicio contra el olvido.
Año con año le he puesto una flor a don Salvador: una flor hipotética. La flor imperecedera que se abre con las palabras.
¿Qué puedo decir que no haya dicho ya sobre mi gran maestro?
Mientras pienso esto observo a la gente por la ventana de un hotel en Manhattan. La veo ir y venir con la prisa característica de la gran ciudad. Miro a esos hombres y a esas mujeres e intento imaginar sus vidas en la fábrica, en la oficina, en los carritos de comida rápida. Los veo y de pronto siento que la metrópoli está habitada por millones de fantasmas.
Trato de dar con las palabras precisas para no errar en el retrato del maestro, y obtengo la respuesta, no en la gente que camina alienada por Park Avenue, sino en un pequeño libro que descansa en el buró, un ejemplar de Georges Bataille prologado por Vargas Llosa. Dentro del breve texto, el peruano sugiere algo como que al escribir una novela el autor debe de volverse una especie de cirujano para darle un tratamiento quirúrgico a los personajes, o bien el escritor disecciona, hurga, extrae, comprime, expande… Entonces vuelvo a lo mío y confirmo que para hablar de un personaje como don Salvador Rocha es preciso ejecutar suertes de novelista ya que dentro de don Salvador Rocha existieron otros Salvadores Rocha: el jurista, el político, el padre, el amigo, el hombre sensual, el cantaor, el poeta, el productor de cine, el maestro implacable, y todos ellos estaba unidos por un solo hilo conductor: el gran seductor.
Hoy que releo la elegía que escribí el día de su partida, y el último texto donde hago mención de él, caigo en cuenta que con todos esos pasajes (que son pocos a comparación de los vividos) podría hacer un libro completo de crónicas, o un relato encendido de su labor como abogado, como el que Harper Lee inmortalizó en “Matar un ruiseñor”. Sin embargo, estas palabras no se encabalgarán hasta convertirse en un grueso tomo. El espacio es limitado, como no lo será nunca la memoria.
¿Qué decirle al amigo, al mentor, al preceptor?
¿Y a sus familiares y a sus amigos?
Se me ocurren muchas cosas, pero del temor a repetirme surge una imagen nueva que tiene que ver con la mortalidad y la inmortalidad.
Al principio dije que la muerte no cambia a la persona; sin embargo, algo me ha hecho cambiar repentinamente de opinión: eso que dijo Unamuno en el “Sentimiento trágico de la vida”, afirmando que Dios es el único productor de inmortalidad. Luego Borges reflexiona sobre Unamuno y jura no entenderlo cuando éste afirma que de existir la inmortalidad, él (Unamuno), querría seguir siendo Unamuno, y en cambio Borges sentencia (con gran soberbia) que si fuese inmortal no le gustaría seguir siendo Borges… “Espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma”, dice el más grande hombre de letras hispanoamericanas después de Cervantes.
Entonces pienso en Borges como el gran irónico y el agudo polemista que fue, y estoy seguro que de haber permanecido vivo, hubiera caído en la tentación de Unamuno. ¿Quién no quisiera, ya no por la eternidad sino por un momento, ser Borges en la República de las letras?
Pues creo que asimismo pasa hoy con don Salvador.
Creo que en el espacio donde vive no ha renunciado a ser Salvador Rocha Díaz, como Borges sigue siendo Borges pese a su testarudez y como Unamuno sigue siendo Unamuno obedeciendo a sus deseos.
Partiendo entonces desde un punto en el plano en el que la inmortalidad existe como un favor de la memoria, podremos afirmar que con el paso del tiempo el hombre probo que se va, sigue cambiando conforme a los años gracias al recuerdo de los vivos, por lo tanto creo que don Salvador Rocha continúa creciendo en algún lugar sin nombres; y es ya, como decía Paz, un niño de mil años, pero también un árbol cuyas raíces han seguido expandiéndose bajo nuestros pies, y eso es posible por una razón que nada tiene que ver con la metafísica: la ausencia de Salvador Rocha es menos dolorosa cuando uno se da cuenta de que sigue vivo y procurando sabiduría, ya que cumplió a cabalidad con la empresa que todo inmortal debe cumplir si quiere permanecer en este mundo: dejar escuela.
¿De qué sirve la vida de una persona que sobresale de entre los demás, que triunfó como profesionista, que se sublimó como padre, que se apasionó por la vida y sus colores, que admiró la belleza femenina, que supo ejercer su poder?
¿De qué serviría haber sido todo lo anterior si a la hora de partir se llevara consigo “los” secretos?
En ese caso, la persona, sí podría ser considerada como un difunto más, de esos que no hacen ruido.
Por fortuna, Salvador Rocha no ha dejado de hacer ruido, no ha dejado de deambular por los pasillos que tantas veces recorrió. No ha dejado de asombrarnos con su legado.
Rocha cada día litiga mejor y su ausencia habla todo el tiempo: es una voz constante que continúa guiando a la generación de abogados y políticos que crecimos bajo su tutela. Y más allá… ya que, sin duda, vendrán nuevas generaciones y su obra continuará siendo un referente, el hilo de Ariadna que saque a Teseo del laberinto.
Son ocho años en los que no ha desaparecido y estoy seguro de que sus hijos y su esposa hablan con él todavía. Apenas platiqué con Cristi, su hija, y pidió que este año mandara los tradicionales chiles en nogada, no en julio, sino en agosto. Quizás a fuerza de poder disfrutar de los recuerdos de su padre en el mismo mes en el que partió.
A mí me pasa todo el tiempo. Cuando menos me doy cuenta, el maestro se sienta junto a mí en las mesas, se instala en mi sillón cuando dicto, se fuma un cigarro tras otros a grandes caladas mientras escucha, con curiosidad de voyeur, cómo es que resuelvo tal o cual asunto. No me doy cuenta, y cuando termino de hablar con él (o de él), Rocha no se va porque ahora habita en alguien más: en el pasante o en el tertuliano con el que he conversado sobre él. Por lo tanto, hoy se cumplen ocho años de no haber perdido a Salvador Rocha: el gran jurista que, tal como decía Octavio Paz en “Piedra de Sol”, no puede morirse de otra muerte pues su muerte es ya la estatua de su vida.