lunes, noviembre 25 2024

Tala/ Alejandra Gómez Macchia

Para Rubén Téllez, con solidaridad y afecto

Las idas al centro comercial sólo son buenas para el que lleva suficiente plata en el bolsillo.

Mucho dinero. O poco dinero, pero de ese que rinde…

Depende del calibre y la codicia del personaje.

Uno generalmente va al centro comercial con un proyecto de compra previo.

Por ejemplo: si está uno en la playa, va al centro comercial en busca de trajes de baño, cremas refrescantes o sombrillas. De ese tipo de sombrillas que en realidad son sombrillas y no paraguas (porque los paraguas son para evitar que uno se moje durante el chaparrón, pero las sombrillas, como la palabra lo sugiere, son para guarecernos del sol).

Entonces el que va de compras en un punto vacacional, lleva su lana en la bolsa –o en la tarjeta– y esa lana que iba destinada a comprar equis, por lo general acaba destinándose a la compra de equis, ye y hasta zeta. ¡Es lógico!, pues el que sale de vacaciones lo hace precisamente porque “puede irse” de vacaciones, o sea, ha recibido el aguinaldo o ha ahorrado lo suficiente como para pasar unos días huevoneando sin preocuparse por trabajar.

Lo curioso de esas idas al centro comercial es que casi siempre uno acaba comprando cosas inútiles que sólo sirven para el veraneo y no para la vida diaria, en donde uno no es más que un godín esclavo del reloj checador, sin embargo, ¡qué más da!, lo bonito de la vacación es también sentir que uno es libre, y esa libertad se amortigua con el dinero; o no, pero por lo general así es… a menos que decidas vacacionar en un retiro de silencio como parte de una terapia de choque que te conduzca a la iluminación.

Esos casos son remotos, más en una sociedad alcohólica y convulsa como la mexicana.

La gente que abarrota destinos como Acapulco o Veracruz o Cancún, y convierte en una romería las playas, lo que menos busca es la así llamada “paz interior”. Lo que quiere esa gente es ruido, bullicio para salir de la monotonía; y además de ruido, quiere beber como cosaco y andar encuerada, descalza y sin maquillaje (en el caso de las mujeres); y ver nalgas y tetas ajenas sueltas; libres, asoleadas y por lo general inalcanzables (caso opuesto).

Lo que menos busca uno en las vacaciones es ir a encerrarse a una catacumba o a un capullo intergaláctico que abra los portales de nuestra conciencia, ¡qué miedo! Para eso mejor quedarse en casa; con eso basta y sobra como para darnos cuenta que el karma existe y es instantáneo, y es ejecutado por la esposa o el esposo.

Las vacaciones son para desconectarse de la vorágine cotidiana, y de ser posible para evadirse mediante brebajes espirituosos, o ya de a tiro como las palmeras: emborrachándose de sol.

El caso es que no sé por qué en cuanto nos concedemos unos días de gracia, pensamos que no hay mañana y uno se precipita al centro comercial a gastarse lo que no se tiene, o si se tiene, se va uno a endeudar a lo pendejo comprando cosas como un columpio en forma de huevo, cuando ni siquiera se tienen árboles, palmeras o alcayatas para colgarlo.

El que compra un columpio en forma de huevo y ve el columpio exhibido en la tienda se crea una fantasía en la mente: fantasea con meterse con una súper modelo dentro del huevo para follarse a la súper modero cuando ni él ni la súper modelo caben dentro del huevo, y si llegaran a caber, el huevo es tan incómodo e impráctico que anula la posibilidad de hacer el amor en una posición humana, por lo tanto esos huevos-columpio son trampas diseñadas para todos aquellos que sueñan con copular con un alien.

En fin…

Ya hablamos de la gente que va al centro comercial durante las vacaciones. De la gente que va con el propósito de comprar. Sin embargo, existe otro grupo de individuos que asisten al centro comercial sin querer ir al centro comercial. Gente que va acompañando al comprador obesos.

Esa gente lo que menos quiere es irse a parar a un centro comercial. Lo que quiere esa gente es visitar el mar para que las olas la revuelque y de paso comer barato ostiones frescos recién sacados.

¡Quién le manda a esa gente ir de vacaciones con señores que odian ir a la playa porque detestan que la arena se les quede todo el día en el traje de baño! La culpa en todo caso no es del obseso que quiere ir a comprar columpios en forma de huevo. La culpa es del acompañante, porque el acompañante bien puede quedarse en el hotel o en la villa tumbado al sol y tomando refino.

Lo que pasa en estos casos es que, ojo: el comprador compulsivo que evade la playa por que odia que la arena se le estanque en los cojones, suele ser también un sibarita que prefiera unos Ostiones Rockefeller que unos ostiones en su concha recién sacados por los pescadores, luego entonces el acompañante que sufre los estragos de ir al centro comercial abominando los centros comerciales, hace una especie de “sacrificio” en aras de comer bien y lo más importante comer,  “de a pechuga”.

Dios es grande, ¡grandísimo!, para quien cree en él. Pero también puede ser castigador y cruel a los ojos de quienes reciben el latigazo de su desprecio.

Pasó en Acapulco…

Ya se sabe que La Isla es un centro comercial donde las cosas adquieren un valor inaudito tan sólo por el hecho de ser exhibidas en bonitos carritos de encino americano a prueba de salinidades; en ese tenor, un papalote de papel de China se puede llegar a ofertar como si el papel de China fuera en realidad el papel Fabriano en el que se imprimieron las obras completas de Shakespeare en su 400 aniversario.

Y me permito retroceder un poco y aclarar, ya que La Isla no es un vulgar centro comercial, porque cuando llegas al estacionamiento no dice “Está usted entrando al Centro Comercial La Isla”, más bien dice: “Welcome to “La Isla” Shopping Mall”, lo que dota al lugar de un supuesto glamur ridículo y por demás esnob, sin embargo, la mercadotecnia nos dice que hoy por hoy es mejor bautizar un lugar o una empresa en inglés y no en español (porque el español es para el infelizaje monolingüe).

Así pues, al bautizar un centro comercial como “shopping mall”, los publicistas convencen al comerciante de que el lugar es exclusivo, es decir, que con el sólo hecho de bautizarlo en inglés evita que el lugareño advenedizo o el indio ladino entre, porque de una u otra manera se inhibe al no saber nombrar la tierra que pisa.

Esta historia sucedió en el Shopping Mall “La Isla”…

Pero antes de llegar al mall, uno de nuestros personajes obró mal quedándose con el vuelto del comprador obseso, quien le había encomendado una diligencia por la mañana…

El hombre se quedó el cambio de un billete de quinientos, por lo tanto traía doscientos  varitos extra en la bolsa.

El hombre al que llamaremos “Señor A” decidió no acompañar en su peregrinaje al comprador compulsivo, a quien llamaremos “El viejo marciano”.

Al  “Señor A” lo acompañaba otro hombre y, hartos de caminar escuchando las necedades propias del comprador obseso, es decir, del “Viejo marciano”, decidieron sentarse en una de las bancas que circundan el río artificial del mall.

Pasaron los minutos. Quince, veinte, treinta. El tiempo corría lento como en una novela de James Joyce. Pasaba todo y no pasaba nada. Lo que no pasaba para el “Señor A” era la sed. La sed y las ganas de estrangular al “Viejo marciano”.

De pronto, una iluminación.

Sí. El “Señor A” de repente recordó que en su bolsillo estaba el billete de doscientos pesitos que se había quedado del vuelto, y pensó: “Dios es generoso con los justos y con los blancos de corazón. Haberme madrugado el vuelto no es de ninguna manera una pasadez de lanza, sino todo lo contrario: es el castigo sin venganza contra el ojete que nos obliga a venir a comprar columpios en forma de huevo que jamás usará porque simplemente no tiene alcayatas ni anda con una alienígena que pueda contorsionarse los suficiente como para poder follársela en el huevo-columpio”.

Bajo esa premisa, el “Señor A” metió su mano al bolsillo y acarició el billete redentor.

Invitó a su compañero de espera a caminar en busca de algo que aminorara su sed física, pero sobre todo, su sed de venganza.

Caminaron unos pasos y mientras caminaban el “Señor A” divisó un carrito de helados.

Su mente voló hacia el pasado y se puso a recordar la infancia y el sabor refrescante y maravilloso de los heladitos y granizados del “don Raspas”; un ruco que vendía raspados y helados con piquete a los alumnos de la escuela.

El helado de limón tiene una virtud sobre los demás helados, pensó el “Señor A”: es refrescante, sabroso y económico.

Llegaron al carrito, atendido por una joven ucraniana que de día vende helados en La Isla y de noche baila en el Foxies.

En cuanto el “Señor A” vio a la ucraniana se aclaró la garganta, se acomodó el short, arqueó la ceja, y con una seguridad pasmosa dijo: “dos helados, por favor”.

La checa sonrío con esa sonrisa indescifrable que ostentan las mujeres de su raza, una sonrisa entre el gusto y el susto: entre el susto de ser una sobreviviente de Chernóbil y el gusto de vivir en Acapulco.

Con un mal español la mujer dijo: ¿De qué sabor? Tenemos el helado estelar del mes que es una fusión de nuez de macadamia con un toque único de aceite de trufa blanca.

“Señor A” acarició el billete redentor y pensó que de ninguna manera le iba a alcanzar para comprar esos helados gourmet, pues serían dos (recordemos que iba acompañado).

Aun así, “Señor A” no iba a recular. Consumaría su vil venganza en contra del “Viejo Marciano”, que para ese momento le daba un golpe al mudo a su American Express… Llevaba cuatro pares de zapatos, cuatro camisas blancas de 300 hilos de algodón, y cuatro paquetes de media “ala de mosca”, todas idénticas, a manera  de souvenir. Dichas compras harían las delicias de sus “colmenas” (así llamaba él a sus amantes, a quienes le gustaba uniformar para evitarse entuertos).

“Señor A” dijo: “dos de limón, por favor”. Es que acá el compañero es alérgico a la trufa blanca. Si tuviera usted de la negra, igual y sí le entrábamos, pero la trufa blanca lo hincha como sapo. Se ahoga, hace re feo. Deme dos de limón”.

La ucraniana añadió: “Pero hay otros 35 sabores: pistache con ron, nutella, macarrón, chocolate belga con hoja de oro”.

“Señor A” imaginó el helado de chocolate belga con oro y musitó: “Y pensar que ese Viejo marciano va a pagar miles de pesos por un pinche columpio-huevo…

“En otra ocasión probaré el de chocolate belga, por ahora estamos bien con el de limón. Es que somos michoacanos, y en Michoacán se dan los mejores limones, así que andamos calando el producto”.

La ucraniana no entendía nada. No tenía la menor idea de qué era eso de “calando”, pero se apuró a sacar el funderelele (esa cuchara servidora de helado) y despachó a los clientes.

–¿Sencillo o doble?

–Sencillos. Acabamos de comer, señorita.

–¿Cono, canastilla o vaso?

–Vasito. Estamos evitando los carbohidratos y el gluten.

–Perfecto, acá están. Dos helados sencillos de limón en vaso.

Recogieron sus helados, sin embargo, pensó el “Señor A”, podría añadirle un plus al helado y convertirlo en un suculento flotante.

–Deme una coca, por favor.

–Listo. Una coca para usted.

El señor A, nada tonto, esperó que su acompañante se diera la media vuelta para pedir la coca y ahorrarse unos pesitos.

“Ahora sí, pensó, el Viejo Marciano puede tardarse lo que quiera y comprar media docena de barnices de uñas color melón para uniformar a sus novias, al fin que yo ya me vengué de él al madrugarle el cambio”.

Saboreando su venganza, “Señor A” pidió un vaso alto para hacerse su flotante y pasó a la caja.

Sacó el billete de doscientos  pesos y todavía cruzó por su mente la idea de pasar al Sanborns por unos tabacos, finalmente dos helados de limón michoacano son la mejor compra posible. Dos bolitas de helado de a 20 varitos la bola (don Raspas los daba 10, pero por la inflación dejémoslos en 20): cuarenta por los helados, una coquita de a ¿15? Ya muy cara tomando en cuenta el “uso de suelo” en el shopping mall. Cincuenta y cinco lanitas en total.

¡El mejor bisne de la vida! (Jódete, Viejo Marciano).

–¿Cuánto es?

–158 pesos, señor.

–¿58?

–No, 158.

“Señor A” traga gordo y palidece ante la arbitrariedad de la ucraniana y piensa: “!Pinche vieja rata!, como si no ganaras suficiente por acompañar y cogerte a los putos políticos acapulqueños”.

“Señor A” extendió la mano y le dio el billete de 200 a la cajera, mientras pensaba en ese dicho popular que tantas veces le había repetido el mismísimo “Viejo marciano”, recordándole que la gandallez con gandallez se paga.

“Al que obra mal se le pudre el tamal”.

Cinco minutos más tarde, como colofón a su desgracia, apareció el “Viejo marciano” acompañado de un chalán de la tienda: traía una caja enorme con el columpio en forma de huevo, y a la ucraniana de la mano: que resultó no ser scort, sino campeona nacional de gimnasia olímpica con especialidad en contorsiones tántricas.

Así que el columpio- huevo resultó ser la mejor inversión de su vida.

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