viernes, noviembre 22 2024

Lo primero que uno piensa (así a botepronto) cuando escucha la palabra “rector” es en una persona recta, en un hombre que rige, que lidera, que gobierna.  

Lo primero que uno piensa cuando ve en fotos a Alfonso Esparza es precisamente (desde su postura) un hombre recto, derecho, bien plantado.  

Luego, si uno lo mira de cerca comprueba que lo que se ve en las fotos concuerda: es un hombre alto que camina enhiesto. Su delgadez alarga aun más la imagen. Pero cuando uno lo tiene enfrente y hay un cruce de palabras, te das cuenta que es difícil que, de entrada, te esboce una sonrisa. Es lo que se conoce como un hombre serio, hasta grave. 

Toda persona de poder que quiera ser respetada debe construirse un personaje. Hay quienes se lo manufacturan desde la socarronería, no es el caso de Alfonso. 

Sin embargo, esa es sólo la precepción de alguien que no forma parte de la comunidad que gobierna. La universidad es como un microclima dentro de la ciudad, por lo tanto, sólo sus gobernados pueden llegar tanto a intimar como a inconformarse o demandar algo.  

Esparza avanza hacia su oficina en el edificio de Rectoría en CU. Llega siempre temprano y con los zapatos lustrosos. Camina acompañado de alguien de su confianza. Mira adelante como buscando la línea del horizonte, y en ese trayecto, va topándose con los estudiantes a quienes, en efecto, puede que no conozca de nombre, pero los reconoce por ser parte de su comunidad; hasta entonces, Alfonso sonríe discreto. No es alguien que ría a carcajadas a la menor provocación. Los hombres inteligentes tienen otras formas de llamar la atención menos estridente. Aquel que anhela ser respetado evita el piquete de ombligo.  

Alfonso es la autoridad máxima de la BUAP y sortea los problemas propios de un cuerpo autónomo, y es responsable de lo que ahí dentro suceda. Tomar decisiones es quizás una de las actividades más desgastantes. Lo bueno recae sobre tu cabeza en forma de laurel, lo malo siempre hace más ruido y perdura en la memoria de aquellos a quienes la toma de decisiones les parece un tema cómodo y privilegiado.  

Por eso mismo Esparza no anda por la vida con un paso desparpajado de jugador de baloncesto.  

El prestigio de la institución está en juego todos los días, así como el nivel con el que egresarán los alumnos. Ser la raíz de donde se oxigene una generación te hace corresponsable de esa generación, y a Alfonso le ha tocado el tiempo de una de las generaciones más duras, inestables, pero también demandantes y sensibles. Es el Rector, el guía, el encargado de que los Millennials lleguen a ser abogados o arquitectos o médicos o físicos.  

¿Cómo se puede triunfar en un mundo tan peculiar? ¿Cómo lograr que un conjunto de jóvenes que viven más en la realidad virtual se interese por el viejo ritual de asistir a un aula frente a un señor de trajecito que les dicte una cátedra? ¿Cómo hacer que esas almas sensibles e híper conectadas respondan al llamado de sus respectivas vocaciones? 

El rector no tiene una oficina aparatosa, es más bien una pequeña estancia desde donde puede ver hacia el exterior por los ventanales que van del piso al techo. Ahí dentro, mientras despacha a algún académico o a un prestador de servicio, observa el paso de los alumnos que van casi siempre con la mirada baja, puesta en sus celulares. De pronto, puede que interrumpa a su interlocutor para hacer un comentario sobre ese joven que va por ahí, apresurado, cargando un proyector, y siempre trata de adivinar hacia dónde va el joven, no sólo en su trayecto del edificio A al edificio B, sino en la vida.  

Ese personaje imperturbable súbitamente da un viraje y aparece en las nuevas instalaciones del gimnasio universitario. Esparza se despoja de su gravedad y regresa a un estadio de gracia como cuando era estudiante. Se calza con tenis e irrumpe en pants y sudadera. Trepa a una bicicleta fija o al remo y muestra una faceta desconocida para los que lo vemos desde fuera, siempre en traje, siempre serio, impenetrable.  

A ese Alfonso suave y amigable, dueño de una mirada que pasa de la severidad al apapacho, sólo lo conocen sus alumnos, sus gobernados. 

Vivimos en una era donde gracias al video y al streaming los foráneos podemos curiosear en la dinámica universitaria, y es hasta ese momento cuando uno se percata que el señor rector se divierte con el ejercicio, lo relaja, lo humaniza.  

Se le ha visto conviviendo en la cafetería con los alumnos, bebiendo un café, intercambiando impresiones tan simples como el estado del tiempo; también en festividades, convites, canchas de fut, paseando entre libros… 

Pero Alfonso posee un secreto que sólo sus más allegados o los invitados a algún evento privado conocen: el rector es un excelente bailarín. Sabe cómo castigar la baldosa, cómo sacarle brillo a la chancla, y es enérgico y preciso. No se sienta hasta que el set de cumbias o de rocanroles den paso al brindis o a los chilaquiles trasnochados.  

Los hombres rudos no bailan, dice Normal Mailer en una de las novelas más importantes de la literatura gringa. Por lo tanto, el rector Esparza es el rector Esparza dentro de la BUAP. Fuera, y en corto, es hombre común, un amante de los viajes, de la comida, de la lectura.  

Este año fue quizás uno de los más complicados dentro de sus periodos al frente de la universidad. Muchos vaticinaron su caída, sin embargo, tiene algo que sus enemigos no: el apoyo de las mayorías dentro ese microclima que le ha tocado preservar pese a los tornados que han pasado por ahí.  

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