viernes, noviembre 22 2024

Tala
Por: Alejandra Gómez Macchia

Uno de los pasajes más eróticos de la literatura quedó inscrito en el momento cuando Madamde Bovary y Leon Dupuis –su amante– toman un carro para que los lleve al teatro, sin embargo, el viaje en el que Flaubert hace gala de su magnificencia culmina en el cuarto del joven, en donde Emma y él vivirán un tórrido romance que durará hasta que ella se enamora perdidamente y él se desencanta porque simplemente no quiere echarse el compromiso de cargar con una mujer a la que su reputación de adúltera la precede.

Pero la escena, ¡ay!, es maravillosa.

Pasa todo y no pasa nada.

Flaubert no describe el pase de manos ni el candor de los besos ni el febril mete saca. El autor simplemente va tendiendo imágenes de lo que pasa fuera, mientras el carro cruza la ciudad con los dos noveles amantes dentro.

Debo confesar que releí justo ese pasaje para tomar nota de las sutilezas narrativas con las que se pueden incendiar las páginas sin ser explícitos al incorporar la acción.

Luego de cerrar el libro, me quedé pensando en la exquisitez de los amasiatos. En cómo Emma renace después de años de hastío conyugal, y cómo se entrega a dos hombres que acaban partiéndole el corazón al grado de no encontrar una forma eficaz de sanar su tiricia más que suicidándose. Y también cómo en los tiempos muertos, entre un romance y otro, suple la falta de amor y de pasión comprando alfombras, vestidos, cuadros, joyas y lámparas.

¿De qué manera sustituye un placer tan frívolo como las compras compulsivas a las delicias de los placeres carnales?

¿Cuánto dura un orgasmo? Y, ¿Cuánto dura la adrenalina que siente una mujer mal follada al pasar la tarjeta de crédito en las tiendas como un castigo al marido que las ha puesto a raya?

El orgasmo dura muy poco, sobre todo si no eres una pecatriz que conozca a la perfección su cuerpo y sepa prolongar el instante.

La pequeña muerte, como le decía Bataille, vale por todos los momentos en los que presuponemos que somos felices. Y sí: es gratis y no genera intereses.

En cambio la emoción al desfogar frustraciones comprando cosas puede durar más que lo que dura un orgasmo, pero esos arranques efímeros devienen culpas instantáneas y al final te obsequian nada más que angustias y sensación de vacío. Un vacío que urge ser llenado. ¿Y con qué se llena? No con más cosas (eso lo descubrió Madame el día que las manos de Boulanger se posaron en sus pechos).

Regreso a la escena del carro.

Madame y León hacen el amor por primera vez y prueban la efervescente savia del clandestinaje.

Para ese momento, Charles Bovary cree que su mujer va a la ciudad a tomar lecciones de piano.

Charles quiere ver contenta a su esposita desesperada.

Charles paga las clases y la anima a no abandonarlas.

Emma, excitada, toma sus partituras y desvía la ruta.

Emma nunca practicó el piano; dejaba las partituras en la silla próxima a la cama y se disponía a abrir las piernas y ser feliz al lado de su amante.

Ayer fui a tomar un café con las amigas. En la mesa de junto, un corrillo de señoras platicaban caldeadamente sobre “la última putería de la Señora C”.

La Señora C, es una señora que existe y que obviamente no se llama “Señora C”, pero por solidaridad con el género y con el gremio de las damas señaladas por su salvaje libertad, no revelaré el nombre.

No me compete ni me interesa.

Lo que me importa es contar cómo las arpías de la mesa de junto deshacían la honra de la Señora C, quien a veces va a tomar café con ellas, con las arpías que seguramente se revuelcan con otros hombres que no son sus maridos, pero que a la hora del café se instalan en el papel de beatas.

Estas mujeres apuraban sus tazas y reían maliciosamente al unísono que conjuraban la inminente ruina de la Señora C.

“Se está descuidando demasiado. Sale con el galán a todos lados valiéndole madres si el marido o un amigo del marido la ve”.

“No tarda en reventarle la bomba”.

“Bueno, bueno, si le revienta será por tonta porque lo que sobran en la ciudad son moteles”.

“Es que la pendeja se enamoró del chavito y cree que a la hora de la hora le va a responder”.

“Ya quiero ver cómo se le borra esa sonrisa estúpida de la cara el día que el cornudo la deje en la calle y el amantito aplique la graciosa huida”.

Esos eran los comentarios que yo alcanzaba a oír desde mi mesa, y pensé: “con amigas así para qué quiere uno enemigas”.

Pensé en la Señora C, y sin conocerla, simpaticé con ella. Me agradó por el simple hecho de intuir que va a estar sola en una guerra que seguramente se le desatará cuando, en efecto, el marido se entere; porque pocos son los hombres que “pasan” un error así; ante todo si ese hombre es un macho alfa al quien le importe más sentenciar a la inculpada antes de ponderar las fallas que él pudo haber tenido para que ella posara sus ojos (y su cuerpo entero) en los brazos de otro.

La Señora C, pensé, les llevaba una buena ventaja a las arpías del café, y esa ventaja consistía simple y llanamente en que ella a esas horas estaba encamada con su amante en lugar de estar perdiendo el tiempo acabándose a las amigas en un café.

Sea cual sea el futuro de la Señora C, pensé, habrá valido la pena por una razón: porque tener un amante no es sinónimo de putería, sino de lo que la propia palabra sugiere: ser amante, aunque sea por una corta temporada, es ser una mujer amada. Una mujer amada a la que un seductor le regresa la vida y la emputece hasta el punto de atreverse a ser feliz.

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