jueves, noviembre 21 2024

por Alejandra Gómez Macchia 

a Héctor Hugo Bustos y a Alfredo Victoria, por estar 24/7 

 

Quiero empezar este texto con una frase que estoy escuchando ahora mismo en una canción de Serrat: «De vez en cuando la vida, toma conmigo con café, y está tan bonita que da gusto verla».

El pasado 17 de noviembre desperté muy temprano para encaminarme hacia un laboratorio y realizarme la prueba PCR (detección de COVID).

Lo hice por mero trámite; sabía que llevaba al menos tres días contagiada y que el virus estaba a punto de comenzar a hacer fiesta (y desastre) dentro de mí.

Cuando recibí el resultado, 12 horas más tarde, los primeros síntomas se habían revelado: un ligero, pero atípico dolor de cabeza; molestia en las articulaciones y cuerpo cortado.

Estaba lista, según yo, para amortiguar el golpe.

Dispuesta y mentalizada para enfrentarme con un enemigo irregular, amorfo, invisible e impredecible. Un enemigo planetario.

Inmediatamente después de recibir la prueba, mi cerebro emprendió un viaje al fondo de mi tierra: vi mis entrañas formarse dentro de las de mi madre, las vi construyendo a mi hija. Dediqué largo rato a identificar los patrones rítmicos-melódicos que ejecuta la sangre en su ir y venir por las venas. Recordé viejas lecciones de yoga y prácticas de respiración. Tuve que volver a escucharme a mí y no al entrópico entorno. Y lo que vi y lo que escuché me causó desconfianza. ¿Por qué? Porque puedo ser muy buena mistificando y escribiendo ficción y atribuyéndole virtudes o encajándole defectos a los demás en mis textos, pero por más que uno quiera, por más que sea uno un Tartufo profesional –un bufón o un político experto– al virus no se le engaña. El virus no es pueblo.

Desde que nos confinaron en marzo tuve la ligera sospecha de que, si llegaba a contagiarme, quedaría exhibida como una tramposa, como deudora, como una embustera que baila y canta y se maquilla, pero que por dentro está hecha una piltrafa.

No iba a poder engañar al virus.

El virus es un virus y él sólo busca células que lo repliquen.

El virus es un huracán, un meteoro que adquiere categoría dependiendo el recipiente que lo contenga.

Si tu cuerpo es una pocilga, lo más posible es que te deje en cueros.

Si lo has cuidado, aun así, te puede dejar en calidad de Homeless, pero al menos con una sombrilla y un abrigo para guarecerte.

Así lo veía en marzo y en mayo y en julio; con zozobra y temor. Por eso me cuidé tanto durante todos esos meses.

Preferí volverme loca en el encierro que acabar en un hospital o en el camposanto. Tuve dos amenazas durante el primer semestre, pero no pasaron de ser eso: falsas alarmas.

COVID trastocó todo en m vida, me dediqué meses a editar un libro médico sobre la enfermedad. Demasiada información. Demasiada y muy dura. La versión no oficial: las cifras verdaderas y muchas historias de terror. Un Apocalipsis zombi, pero no a la Hollywood, sino a la mexicana: recursos chabacanos en un país bananero, enfermo, diabético, gordo, terco, pero, sobre todo, bullanguero y entregado al mito.

Habría que apechugar si llegaba el momento. Lo pensaba así, fatalista como siempre he sido, pero hipócrita… pues el miedo me perseguía y para engañarlo encendía uno, dos, diez, veinte cigarros diarios. Me tomaba unos vodkas, unos vinos para anestesiarme.

Padezco ansiedad como muchos, como casi todos.

Esta pandemia tiene una hermana siamesa que trae consigo una oleada alarmante de enfermedades mentales. Nadie estaba listo para la arremetida de este toro. Nos dio por culo y sin cubre bocas.

20 de noviembre.

Para ese día ya formaba parte de la estadística. Estaba dentro de los miles de casos activos en Puebla, de los cientos de miles de enfermos en el país. Y no sabía si ese torrente de cifras que cambian a la velocidad de un parpadeo me llevaría a las gráficas de muertos por SARS COV-2 que tan puntualmente ofrece el doctor Gatell.

Qué muerte más vulgar, tan impersonal, tan fugaz, tan fría, pensaba al mismo tiempo de que me hacía esclava del oxímetro.

Mis médicos, Virgilios amorosos que han estado todo el tiempo ahí, trataron desde el primer momento de infundirme confianza. Lo conseguían a ratos, pero hubo otros momentos en los que sentí que, sobre todo mi mente, no iba aguantar.

Nunca he sido cobarde, y ante un estado de alerta generalmente respondo, sin embargo repito: sé lo que hice el verano pasado, y el invierno y el otoño, y todas mis primaveras.

El hedonismo tiene un precio, y tarde o temprano se paga. Lejos están ya aquellos días de vino y rosas.

Las noches con COVID son elásticas, se expanden y se contraen hacia el fondo de tu consciencia.

¿Quieren conocer el interior de un agujero negro? Vean a COVID como lo que es: una especie de Karma.

¿Diabólico, divino? Yo día que humano, demasiado humano.

Se parece mucho a nosotros, de hecho.

Tuve la oportunidad de hacerme una tomografía el mismo día que di positivo, y verla me congeló el aliento.

Debo aclarar que en veinte días que llevo enferma no he tosido una sola vez, no de desaturado oxígeno… cero fiebre. Los otros dos síntomas que me hermanan con el virus son la pérdida del gusto y del olfato (lo que supone una desesperación mayúscula, ante todo si lo único que te consuela en la más honda soledad es el placer de la comida).

Ante este escenario adverso, otro: el síndrome de abstinencia del tabaco.

En mi casa materna los niños nacían con un cigarro, un certificado-bono de Coca Cola bajo el brazo y tu carta de afiliación al PRI. Mi abuelo fue el fumador más fiel y empedernido del mundo. Murió el día que dijo “creo que ya debo dejar de fumar”. Así, tres generaciones de chacuacos nos fraguamos en los sucios infiernos del alquitrán.

Mientras escribo esto, mis dedos buscan sin éxito junto al teclado un Marlboro rojo. Entonces respiro como si diera una bocanada Bob Marley, y no exhalo más que aire, y no… no me sabe a amargo.

Siempre he pensado que el grosor del blindaje que le ponen los magnates a sus carros está estrechamente ligado al tamaño de sus miedos, al número de cadáveres que tienen apilados bajo sus colchones o sus closets.

Mea Culpa: pese a compensar mis excesos con intensas jornadas de bailes africanos, ahí, en la unánime noche de mi alma están varios cerdos atribulados, media pipa de tequila, tres tambos de pozole, un metro cuadrado de totopos, y cientos de cajetillas de cigarros. Soy un número más, sin filigrana, que desvela nuestra indisciplina y  nuestro desparpajo.

Por otro lado, la educación sentimental del mexicano colapsa irremediablemente en caso de contagio. No sabemos estar solos. Occidente, en general, está peleado con el silencio. El confinamiento nos obliga a pasearnos frente al espejo, a mirar más allá del polvo. ¿Qué queda de uno cuando no hay otro a quien engañar o por quién simular? Un hilillo de miedos, una masa informe que pulsa al unísono del tiempo.

En mi caso muy particular, COVID no es sólo un delicado e ignoto proceso inflamatorio sistémico. Conforme pasan los días el monstruo se posesiona de ti como un íncubo. Te manosea, te coge, de ultraja. Te humilla, te enfría, te calienta, te hace sudar… y el muy perro (irónico y romántico) te roba el aliento.

Hoy es domingo 6 de diciembre. Fuera brilla el sol y mis médicos dicen que, si todo sigue así, la semana que entra estaré dada de alta, aunque con ciertos cuidados y terapias para rehabilitar mis pulmones.  

Me siento afortunada de vivir para contarla.

COVID es también una enfermedad del alma que provoca ataques súbitos de llanto dos o tres veces al día. Antes lloraba casi siempre por frustración.

Hoy lloro porque sí porque no y por si acaso.

También por los amigos que el COVID se llevó. En estos días, mientras luchaba y conversaba con mis miedos, el bicho se llevó, por ejemplo, a don Rafa Moreno Valle, quien siempre tuvo para mí solo atenciones.

En fin, la vida sigue para los que habitamos este extraño y doloroso más acá.

La magnitud y violencia del “evento” nos hace olvidar que no hay algo más normal (incluso en las nuevas normalidades) que el tránsito de la vida hacia la muerte.

But, not yet.

 

 

 

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