El brazo fuerte de Miguel Barbosa
Tala/ Alejandra Gómez Macchia
Un hombre de noble corazón irá muy lejos, guiado por la palabra gentil de una mujer
(Goethe)
Es una mujer discreta que no busca reflectores ni intenta sobresalir en los actos. Va siempre junto. No atrás, ni adelante. De la mano (él se la toma a la menor provocación).
Viste con atuendos sobrios, y a veces los adorna con algún bordado: una chalina o un rebozo de las regiones que visitaron en la campaña pasada.
Camina a buen paso. Sabe cuándo y cómo aparecer, y cuándo y cómo evanescer. Pero aunque evanesce, nunca se va del todo.
La vida del político mexicano es generalmente una vida egoísta, muy aparte de la esposa; y algunas veces esa brecha la abren ellas mismas por razones indistintas.
Las hay también muy protagónicas, y cuando eso pasa, en lugar de abonar a la imagen pública del marido, le restan puntos por ese afán de mostrar músculo; por la necesidad intrínseca de no ser tildadas como “la pareja de”… Es un tema de vanidad, de orgullo, de ego.
Las mujeres que viven con personajes públicos suelen padecer el cargo del cónyuge en silencio, y ese cargo llega a ser un lastre para ellas por una simple razón: porque las eclipsa. Y ellos, los políticos mexicanos, prefieren mantener a su mujer a raya; quizás les dan la opción de pertenecer a un voluntariado, o no; a veces es mejor que no figuren, porque si aparecen son estridentes, y ya de por sí es duro el oficio de sortear la maledicencia de la prensa que busca siempre la nota amarilla: el hijo junior o la mujer consumista.
Es un escenario catastrófico. Ejemplos sobran: retomemos el famoso “merezco abundancia”, de la mujer de Duarte, que ahora vive un exilio dorado mientras el hampón de su marido purga sus delitos en la cárcel.
Vivimos tiempos complicados pues los hombres están bajo la lupa; si no son incluyentes, malo. Si lo son, y la mujer exhibe sus frivolidades, peor.
Total que ya no saben qué hacer. Nadie, ningún político en su sano juicio quiere tener al lado (o mejor dicho encima) a una Marthita Sahagún. O a una hermana como la de López Portillo, apodada por la prensa cultural como “La pésima musa”.
¿Quién es María del Rosario Orozco Caballero?
Las actas del registro civil dicen que es la esposa de Luis Miguel Barbosa Huerta. Y lo es. Pero resulta que ser “la esposa de” en estos tiempos (y en el pasado) significaba entrar en una coreografía donde predominaban las transiciones (es decir, la parte donde las parejas bailan cada uno por su lado) por encima del acoplamiento. Ser “la esposa de” (en este caso un político) se puede ver desde afuera como una especie de obligación con poquísimo reconocimiento. Cada quien su agenda: ella a los hijos, o en el mejor de los casos a un puesto simbólico (muy menor).
Este un escenario completamente ajeno a la vida y a los días de doña Rosario Orozco.
Luis Miguel Barbosa entra a un restaurante.
Desde que llega, la hostes lo recibe como se recibe a los políticos: con la sonrisa típica de la anfitriona que quiere agradar al invitado, sin embargo, Barbosa no llega solo; su mujer, Rosario, va junto en una caminata casi sincronizada. Se sientan. Esperan a la persona con la que han quedado de verse (es una actividad que se repite ene cantidad de veces diario, ahora más que nunca).
Doña Rosario pide té o café. Su marido le comenta algo. Dialogan. Nunca se les ve en silencio mientras esperan la llegada de un tercero. Hablan de cosas importantes: de encuestas, de notas que han leído en la prensa, de quién sí y quién no entra al equipo. Ella no manotea cuando habla. Rosario trata de no hacerse notar, sin embargo su presencia es lo más notorio en un mundo de hombres solos, de hombres que no mezclan lo privado con lo público, o de plano, de hombres que no toleran a sus mujeres (los más).
Y mientras cruzan información, Barbosa la mira atento y asiente. Pocas veces niega. Doña Rosario es abogada, así que sabe sobre “temas” que hay que tener sobre la mesa. Pero no sólo hablan de política, de operación y de estrategias. Mientras su cita no llegue, recuerdan un viaje en particular: la pareja quedó encantada con Portugal. Portugal y sus fados, sus oportos y su melodiosa lengua.
Un buen día llegaron a Lisboa y rentaron un auto para adentrarse en las ciudades ignotas. Los Barbosa saben que la ciudad que no se camina, no se vive; ni se puede soñar con ella después de andarla.
Rosario Orozco vivió junto a su marido los días más oscuros, los meses más frustrantes y desesperados después de una campaña sangrienta. Si hubo o no fraude, ahora es lo de menos (o quizás no). Y digo que no porque la lealtad se ceba siempre en las horas más bajas. En la pérdida del poder.
Las crisis son los momentos donde se cala una relación; cuando se reafirma la solidaridad o se renuncia por default.
Los Barbosa-Orozco han sobrevivido a todas las pestes políticas posibles: campañas negras, impugnaciones, descontentos, fallos que no les favorecían en absoluto.
Nadie imaginaba (jamás) que después del 14 de diciembre (fecha en la que se había agotado la posibilidad de gobernar Puebla porque Martha Érika rindió protesta), la vida –o más bien la funesta muerte– le brindaría a Barbosa una segunda oportunidad para materializar un sueño que se había disuelto: volvería a contender. Y no sólo eso: iría casi solo porque sus contrincantes no tienen norte. El morenovallismo murió entero en el Agusta que se precipitó al vacío, y los que quedaron vivos hoy lo buscan como si nada hubiera pasado. La política, ya se sabe, es más infiel que un donjuán.
Domingo.
Centro expositor.
Luis Miguel Barbosa sentado en medio, cobijado abiertamente por las cabezas de su partido (el partido que domina hoy el mapa político nacional).
Todos dan encendidos discursos.
Gritos, vitoreos, hurras, porras…
Senadores, diputados, aliados de otros partidos, asesores.
Los anteriores convergen en un punto: Barbosa será gobernador y con él llegará a Puebla la así llamada Cuarta Transformación.
Todos actos de campaña se parecen. Aquí o en China, quienes asisten van con el ánimo de escuchar propuestas, pero también a lanzar loas.
¿Cuántos de los presentes van por un interés genuino? ¿Cuántos más con dudas? ¿Cuántos por arrastrados?
La respuesta sólo la conoce el candidato (y la sabe bien).
Pero el candidato no sólo ve por él mismo. Tiene dos ojos y dos oídos más que los propios, y esos dos ojos y esos dos oídos se levantan, no atrás, no adelante; junto a él a la hora de tomar el micrófono.
Puede que en el impresionante y cuantioso presídium estén sentados los mejores operadores o las autoridades que deben aparecer a cuadro para inyectarle potencia a la campaña, sin embargo, la persona que más influye en su toma de decisiones, la asesora estelar está junto a él; discreta, pero bien plantada. Sin buscar el spot, pero recordándole los nombres que no hay que olvidar. Y es a ella, antes que a nadie, a quien agradece su presencia y su apoyo.
Doña Rosario no es sólo “la esposa de”, es la mano derecha del candidato. Su consejera, su aliada. Y así lo hace público Barbosa sin la socarronería típica del que lleva a su mujer para cubrir una cuota de género.
En la vida hay dos clases de matrimonios: el que simula y el que produce.
Los Barbosa-Orozco engrosan las nada comunes filas del segundo grupo.
Son una buena alianza.
Doña Rosario, y no Yeidckol ni demás lideresas del partido, es el personaje más cercano. En la casa y en el terregal de la campaña.
Es la mujer más fuerte del grupo aun sin ostentar cargo o posición alguna.
Leamos bien esta trama y no olvidemos que el mejor asesor, el más influyente, es siempre una figura discreta.