lunes, noviembre 25 2024

Memorial

por Juan Manuel Mecinas

Mario Alberto Mejía afirmó en su columna de este miércoles que los columnistas en México son patéticos y que no aceptan que se les toque “con el pétalo de una infamia”, luego de conocerse diversas cartas que desde el gobierno se envían a distintos periodistas para rebatir lo que ellos exponen. Para Mejía, este es un debate entre el poder y los periodistas, y en él caben adjetivos y descalificaciones. 

Comprendo la posición que asume Mejía, que entiende que los periodistas atacan, pero no les gusta recibir ataques. Lo que me cuesta aceptar es que esto sea un debate y, además, que en el debate quepa cualquier calificativo y, menos aún, que se acepten descalificaciones. 

El poder y los medios o periodistas no se encuentran en un plano de igualdad. De hecho, la Suprema Corte de Justicia ha validado el tipo de debate que sugiere Mejía cuando se da entre dos medios de comunicación o dos periodistas. El periodista que debate con otro periodista se encuentra en una relación horizontal y tienen como fin último informar a los ciudadanos y fijar posiciones sobre distintos hechos. Su instrumento es el lenguaje y los medios a través de los cuales transmiten sus ideas son similares. Están en igualdad de condiciones porque su posición, su fin y sus instrumentos son equiparables.

Sin embargo, el Ejecutivo, los diputados, los senadores y los munícipes no son periodistas ni son medios de comunicación. Esa sola característica tendría que ser suficiente para entender que estamos ante una disputa entre dos entes distintos, con distintos roles. 

Además, el poder transmite mediante diversos medios las acciones que realiza, las obras que concluye, los programas que lanza, pero su finalidad última no consiste en informar a la sociedad o que esta conozca el punto de vista del poder. El poder tiene sus propias vías de comunicación y a través de ellas puede comunicar lo que realiza, pero, si de refutar se trata, la ley es clara con relación al derecho de réplica. El poder no está concebido para que redacte una nota y/o reportaje y con eso contradiga lo que un medio realiza, sino que se prevé que pueda replicar para que sea a través del mismo medio que el ciudadano pueda ponderar ambas posiciones. El poder gobierna y tiene un peso y un rol distinto al de los medios.

Mejía coincide, según lo hemos hablado, en que algunas de las cartas que las autoridades envían a los periodistas no son otra cosa sino el ejercicio del derecho de réplica que los periodistas deben respetar. Como ejemplo, se puede citar la carta que la Secretaria de Turismo del Estado de Puebla dirigió al columnista Ricardo Morales. La secretaria, Fabiana Briseño, señala que Morales estaba equivocado en una cifra que mencionó en su columna (punto 1 de la carta) y que las políticas emprendidas por esta administración eran aún muy prematuras para poder ser evaluadas (punto 2 de su carta). Al leer la carta de la funcionaria se nota una discrepancia con Morales. A la carta de Briseño le sobraban los calificativos que señalaban que Morales se condujo con falsedades y que sus expresiones son difamatorias y que expresan misoginia. Dos puntos (3 y 4 de la carta de funcionaria) que sobraban, pues la funcionaria ya había dejado en claro que el columnista se equivocó. Morales, en respuesta a la carta, aceptó implícitamente su error, pero dejó ver una idea equívoca de la libertad de expresión, pues afirma que la secretaria no entiende que “una columna es un medio de opinión y por supuesto subjetiva.”. Morales tiene razón en que una una columna es subjetiva, pero el periodista dio una cifra errónea y ahí no hay subjetividad, sino acierto o error. En última instancia, todo parece quedar en el ejercicio del derecho de réplica de la funcionaria.

Empero, otras cartas son un acto de autoritarismo bravucón. El ejemplo más claro es la misiva que Luis Bravo (Director de Comunicación Social de CFE) dirigió a Pascal Beltrán del Río, director de Excélsior, por una columna publicada en ese espacio por el analista Leo Zuckerman, en la que retomaba información publicada sobre Manuel Bartlett y su supuesto imperio inmobiliario. Bravo afirmó que Zuckerman citó información falsa -publicada por los periodistas Loret de Mola y Quintero-. Bravo llama sicario a Loret de Mola y acusa a Zuckerman (burlonamente) de “impoluto”. Pero Bravo no da razones. Mientras que Quintero muestra documentos que indican que la esposa e hijos de Bartlett compraron ciertos bienes, Bravo es incapaz de decir por qué esos documentos son falsos o porqué Loret es un “sicario” (el solo calificativo rompe con cualquier posibilidad de diálogo). La respuesta de Luis Bravo es digna de un bravucón que ofende, pero sin argumentos. Niega, pero no aporta documentos. Luis Bravo confunde su papel: no buscaba rebatir y no busca que el ciudadano tenga una información completa, sino que solo busca descalificar. Y la descalificación desde el púlpito del poder es inadmisible, porque su posición no es la de periodista, sino la de gobierno y este no debe descalificar, sino en todo caso rebatir y precisar.

La última y más discutible comunicación desde el poder hacia un medio poblano se dio a partir de la carta que la Coordinadora de Comunicación Social del Gobierno de Puebla, Verónica Vélez Macuil, dirigió al periodista Rodolfo Ruiz. En ella no hay razones, sino sugerencias de cómo realizar su labor y eso es inaceptable. Ruiz puede defenderse solo y si el gobierno tiene algo contra él, que lo demande por difamación o daño moral. Pero sugerir que “sus columnas son maliciosas e incluso llenas de intriga, producto de las filtraciones mal intencionadas, que a todas luces se aprecian en las líneas de sus publicaciones”es algo tan vago que suena más a superioridad caciquil o a amenaza, lo que sin duda es producto de una persona que no tiene claro qué aspectos específicos quiere rebatir de las columnas de Rodolfo y, además, no tiene claro que el disenso es el fundamento de la democracia. En este sentido, por supuesto que no es bienvenida una carta del estilo de Vélez hacia Ruiz. Si algún aspecto le parece incorrecto o falso de lo escrito por Rodolfo, que ejerza su derecho de réplica. Incluso, como opción menos deseable, el gobierno puede demandar un daño moral al periodista que calumnie o difame, pero de ninguna manera puede tratar de aleccionar, porque e aleccionamiento desde el poder tiene cara de censura y porque a los funcionarios no se les paga para ser contertulios de los periodistas ni sus guías, sino para gobernar. El poder puede pedir que se le escuche, que se precise, modifique o elimine una información inadecuada, pero pedir que el periodista ejerza de una u otra forma su profesión es un totalitarismo delznable en una sociedad que aspira a ser una democracia.

El debate no es menor. El poder puede responder, pero eso significa reclamar que se le escuche y que la información que llegue al ciudadano sea adecuada. La línea es tersa, aunque es clara. No puede pensarse que el poder y el periodista están en un plano similar. No en un país donde el periodismo realiza su labor bajo amenaza de grupos criminales. La amenaza y la descalificación desde el gobierno no debe tolerarse, porque el gobierno no es un medio. Su papel es otro. Y ese papel está lejos de la descalificación.

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