jueves, noviembre 21 2024

A Lore, con cariño

por Alejandra Gómez Macchia

La influencia que los demás ejercen sobre nuestra persona no es sólo un tema de ser (o no) inseguro; finalmente vivimos dentro de entorno que, queramos o no, siempre acaba por marcarnos como reses de matadero, sobre todo en este tiempo en el que las redes sociales se han convertido en el sistema que va marcando tendencias tanto en el campo de la información así como en la forma de relacionarnos. En este tenor, la moda y los estilos de vida conocidos como “fitness” que se exponen en internet, suplieron a las viejas prácticas de guiarse por revistas como Vogue o Fanity Fair: ambas publicaciones no sólo eran un escaparate del ego, sino que también llegaron a tener colaboraciones de plumas maravillosas que hacían contrapeso a la alta frivolidad.

Pero la cosa es muy distinta ahora; el papel es un objeto que si bien no desparecerá jamás, sí ha sido relegado a ciertos mercados: al de lectores románticos o al esclavizado público de las estéticas unisex y peluquerías.

Satanizar a las redes es un completo despropósito ya que significa negarse a acceder a un universo pletórico en información valiosa, aunque desgraciadamente la mayor parte del masaje entra a internet como una suerte de embrutecimiento y no para nutrir o incrementar su microcosmos intelectual.

En lo particular me resistí mucho a la hora de abrir una cuenta de Instagram porque cada vez que entraba era como pasearse en un mundo estúpidamente feliz en el que la gente sube fotos tomadas casi siempre con el móvil como método infalible de suplir sus propios desafectos con imágenes extraordinarias (y maquilladas) de sí mismos. Existen cuentas impresionantemente bellas de fotógrafos amateurs y profesionales que hacen la delicias de los voyeurs. Pero sinceramente, la gente se suscribe a Instagram para compartir una bitácora de sus “ratos más felices”. ¿O quién es el valiente que se atreve a subir, por ejemplo, una historia en donde narre que se lo está llevando Fray Cayetano porque no tiene un quinto en la bolsa, o quién se amina a poner en su línea temporal la instantánea de cuando le salieron aftas bucales o cuando alguien recibió la mala noticia de que su galán o galana le pegó una legión de chancros?

Instagram es el “Mundo Feliz” de Aldo Houxley, pero a lo cuanpendejo.

¿A quién seguimos en Instagram?

A gente bonita, a gente exitosa, a artistas, a amigos cercanos, y claro: a los enemigos.

Para poder observar con lupa a estos últimos es menester hacerse de una cuenta falsa en la que no aparezca nuestra mirada morbosa. Una vez construido el personaje, entramos a la intimidad del adversario, quien sin saberlo, queda auto expuesto tanto en su virtud como en su miseria sin que haya un filtro que separe la realidad de la ficción que uno mismo se crea allí dentro.

Me negaba a abrir Instagram, pero un día caí en la tentación y comencé a actuar en random como todos los miembros de la comunidad. Nunca he subido una foto recién levantada, con legañas y con restos de rímel en los ojos. Nunca he hecho una foto en la cola de las tortillas o de rodillas en pleno quehacer. Nunca he repetido un solo vestido. No mostré mis dientes rebajados el día que me pusieron las carillas ni salí contando en una historia que en determinado día no me levanté de la cama porque no tenía un peso partido por la mitad para poder echarle aunque sea cien pesitos a mi carro.

Sin embargo, no todo es catastrófico. Para alguien que se dedica a escribir es importante observar a los demás en todas sus aristas. A los demás, sí, y también a uno mismo.

En redes como estas, en las que uno sube el día a día en fotos, se notan los cambios que vamos sufriendo conforme el tiempo pasa. Un poco como el ejercicio que hacía José Luis Cuevas, que se tomaba con su 110 mm una foto diaria para ser testigo de su propia decrepitud.

Pues bien, estar de ociosos en Instagram puede aportarnos cosas interesantes, como por ejemplo, recordarnos –como al César– que no somos ni imbatibles ni inmortales. Y ningún filtro, por más sofisticado que sea, puede ocultar el tránsito de los días y las consecuencias de… vivir.

Justo ayer comentaba con una amiga cómo es que una como mujer, de pronto, pasa por etapas de infinita insatisfacción física, pero esto no sería tan notorio de no existir ese “mundo feliz” que antes nos vendía Vogue y que ahora nos vende Instagram y su horda de blogueras, aunque es importante destacar que hubo un ligero avance en torno a los cartabones de belleza que nos imponían las revistas noventeras: hoy las damitas quieren ser fuertecitas y no esqueléticas, lo que presupone llevar un modo de vida más saludable, pero ojo: el estereotipo que sigue dando Instagram a la “mujer exitosa” entroniza a la más pestilente banalidad. Así pues, las bellas millennials que salen vistiendo “todo Hermes” o “todo Gucci”, suplen su falta de cacumen con esas prendas neo barrocas con las que intentan ocultar sus cerebros de Rice Krispis.

Así pues, la cosa sigue del carajo, pues queramos o no, a pesar de que tengamos la media de materia gris como para poder decantar nuestros complejos con algo más que no sean unos trapos bonitos o unas fotos en Bora Bora, la vida virtual  (y esa realidad utópica) termina por afectarnos de una forma u otra.

Mi amiga y yo celebramos que, por ejemplo, Rihanna siga siendo la fucking queen aunque de un mes a otro haya pasado de la talla cero a la cinco. También, lo único rescatable de las Kardashians es quizás que volvieron a poner de moda ese viejo dicho de “en donde hay carne hay fiesta”, a pesar de que esas carnes sean más falsas que el surimi. En fin. Los complejos se oxigenan muchas veces de una falsa premisa: que mientras más lisa la piel y mientras más duras las nalgas, la pareja permanece feliz a tu lado. NO-HAY-COSA-MÁS-FALSA. Basta con preguntarle a Liz Hurley, quien, siendo una de las criaturas más bellas del mundo, el patético de Hugh Grant prefería las curvas guangas de una negraza porque ella le ofrecía un paquete completo difícil de igualar en franca competencia desleal: el combo “chico-grande y mameluco” por unas cuantas pounds.

Tal fue mi conversación con esta amiga, quien a sus cuarenta luce estupenda.

Y yo que voy que vuelo para allá trato de convencerme a diario de una cosa: si vives la vida tratando de darle gusto al otro, no vives la vida, sino una muerte prolongada, dolorosa y empedrada de infelicidad.

Esto es lo que hay, y si no, se lo damos al perro.

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