lunes, noviembre 25 2024

Por: Estela Distante

 

A dos días de cumplir 18 años fue cuando me hice la prueba.

Ya lo sospechaba, pero rogaba que no fuera así. ¿El resultado? Dos líneas azules. Estaba embarazada.

Sentí una angustia terrible al enterarme. Cursaba mi último año de preparatoria y estaba por presentar el examen para entrar a la universidad de mis sueños, pero eso no fue lo que impulsó mi decisión… lo decidí, más bien, porque ese bebé sería hijo de un hombre al que no quería vincular mi vida. Era el jefe de mi primer trabajo: un tipo que me doblaba la edad y que tenía una particular obsesión conmigo.

A esa obsesión el le llamaba “amor”. Un tipo farsante y manipulador del que creí enamorarme cuando tenia 17 años.

Cuando descubrí las dos líneas en la prueba de embarazo, me vi atada al hombre que más rabia me causaba, y por eso lo decidí. Se lo conté a pocas personas que me juzgaron de egoísta. No sé cómo no me apoyaron para salir del infierno emocional en el que me había metido. Ese bebé no era producto del abuso pero sí de la coerción.

Esperé un mes más para pensarlo bien, y al fin lo decidí.

Al padre le avisé por teléfono. Fue una de las llamadas más difíciles de mi vida.

Él no estaba de acuerdo –lo cual me aterrorizaba– pero insistí. No sabía adonde ir. Contacté con una fundación que apoya a chicas adolescentes de los estados de la República para abortar de manera segura en lo que antes era el Distrito Federal.

Entonces una chica fue por mí y me acompañó en el proceso, que se llevó a cabo en una clínica al sur de la ciudad. La doctora hizo diversas preguntas para saber si estaba segura. Después me realizó un ultrasonido en el que pude ver cómo era el embrión.

Continuó con el legrado: un proceso (físicamente) muy doloroso, sin contar las emociones y culpas.

Cuando terminó, descansé un rato y luego la misma chica me acompañó a casa.

Ella nunca supo mi nombre. Aquella noche fue terrible. Tuve pesadillas en las que el piso se llenaba de sangre y tenía dolores fuertísimos. Creí que me volvería loca y me dirigí al baño. Al voltear a ver la taza con sangre me llegaron un sinfín de reflexiones de lo que esa sangre significaba. Jalar la cadena era como rociar tierra sobre un ataúd.

Los siguientes meses fueron horribles, ya que no podía dejar de pensar en “eso”. Mi educación católica no ayudaba. Sentía una gran culpa, pero poco a poco fui sanando.

Gracias a este episodio me separé de aquel hombre y agradezco infinitamente que de algún lugar (sin nombre) me brotara la fuerza que necesitaba para hacerlo. Hoy, diez años más tarde, creo que fue una decisión correcta. Y aunque pudieron existir otros caminos, ese fue el que mi madurez del momento me permitió afrontar.

Tiempo después, la fundación que me apoyó me pidió que ayudara a más chicas en mi situación; ya que yo ya vivía en el DF, decidí sumarme al acompañamiento y así escuché algunas historias y viví con ellas EL momento.

Creo que la legalización del aborto no debería estar en discusión. En lo personal, legal o ilegalmente, lo hubiera hecho.

Por otro lado, creo que lo que se puede discutir sobre el aborto son meros argumentos éticos, morales y educativos.

Estoy convencida de que vivimos en una sociedad que ya no ama. En la que es incluso difícil amarse a uno mismo.

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