viernes, noviembre 22 2024

Por: Juan F. Lucas

Le decían el “Aborto” porque tenía cara de feto malogrado. Tenía dos hermanas: la “Piruja” y la “Cara de Barro”. Así de crueles éramos los niños de los años sesenta. No existía Netflix. No había WhatsApp. La palabra internet no cabía en nuestro vocabulario.

Jugábamos futbol en los condominios “Bancomer”, cerca del Mercado de Jamaica. Don Cornelio, el jardinero, nos correteaba cuando nos metíamos a jugar en el pasto. Y cuando no era él, aparecía Don Romero, mejor conocido como el “Pingüino”: el administrador.

El “Aborto” siempre quería jugar de delantero al estilo Borja, pero fallaba todos los goles. Su hermana Lilia, la “Piruja”, fue quien nos contó su historia: la mamá de ambos ya no quería hijos y se tomó unas pastillas para abortar.

El feto resistió heroicamente y se mantuvo vivo. El médico regañó a la señora y le dijo que su hijo tendría secuelas con el tiempo. Y así fue: el “Aborto” vivía  distraído permanentemente (hoy dirían que tenía déficit de atención), a veces le escurría una baba del color de la leche y espiaba siempre a sus hermanas cuando se bañaban.

Lilia era el sueño húmedo de todos nosotros. Era una güerita de labios carnosos y piernas largas. Sus ojos verdes le daban un aspecto de depravada. Nos hizo sexo oral a todos los niños del condominio y a los vagos de la colonia Obrera. Un día la vi de lejos en el Parque del Obrero. Lilia se metió a la zona de  la resbaladilla con un tipo mayor que ella y se hincó para comerse la polla.

Él no resistió mucho tiempo y se vino en
su boca. Supongo que se tragó el semen porque no escupió nada en el piso de polvo. Cuando no teníamos nada que hacer la buscábamos para que nos hiciera sexo oral. No durábamos mucho. Apenas tocaba nuestro pene con sus labios, nos veníamos.

El “Aborto” se emborrachó un día con dos tragos de Tequila Viuda de Romero. Habíamos jugado fútbol todo el día y antes de que cerraran la tienda de don Jack —un enano que trabajaba como policía judicial— fuimos a comprar cervezas. Alguien sacó un tequila y unos limones de su casa, y nos pusimos a tomar mientras hablábamos de Lilia. El “Aborto”
le dio dos tragos a la botella y empezó
a contarnos que su mamá se acostaba con el hermano de su papá, que Lilia se masturbaba en las noches y que la “Cara de Barro” vivía permanentemente frente al espejo reventándose los barros que le cubrían el rostro.

Al tercer trago, el “Aborto” se puso a llorar y a decir que nadie lo quería. Nos suplicó que le cambiáramos el apodo porque ninguna chica andaría con él. Su apodo lo persiguió toda la vida. Cuando creció, se casó con una amiga de la “Cara de Barro” a la que le decían la “Muñeca”. Antes de casarse, la “Muñeca” ya había tenido dos abortos del “Seco” —un mu- chacho que vivía en la Ciudad Perdida. Eso no evitó que el “Aborto” se casara. Tuvieron dos hijos que fueron conocidos como los “abortitos”. Lilia se volvió escort de lujo y sigue viviendo en las casas de sus papás. A la “Cara de Barro” se le quitaron los barros y floreció una mujer guapísima. Ella, como muchos de nosotros, dejó el condominio. Ahora vive en Coyoacán y está casada con un pintor famoso.

Yo me fui también a Coyoacán y luego a distintos lugares. Una tarde pasé a saludar a la brosa pero ya casi nadie vivía ahí. Don Cornelio murió y con él el jardín que cuidaba como a su vida. Había polvo y tendederos por todos lados. El condominio se había convertido en una vecindad sucia y ruidosa.

Al único que me encontré fue al “Rizos”, el más callado de la brosa. Él me puso al corriente de lo que pasaba ahí. Los hijos del “Aborto” le metían al chemo y a la mota. La “Muñeca” se acostaba de nuevo con el “Seco”. La mamá del “Aborto” dejó a su esposo. Lilia fue asesinada por un cliente.

Hablábamos de todo eso cuando apareció caminando el “Aborto”. Venía de su trabajo en una imprenta. Lo vi muy acabado y rengueaba de una pierna. Le dio gusto verme y me abrazó. Fuimos a la vinatería a comprar un tequila para el frío.

No había Viuda de Romero. Compramos un Hornitos. Al tercer trago, el “Aborto” se puso a llorar y a contarnos sus penas. Toda su vida había sido un fracaso.

La única vez que fui feliz, nos confesó, fue cuando jugábamos futbol en el césped verdoso que don Cornelio cuidaba como su alma. Sonrió con los ojos llorosos
y pensé que quienes lo apodamos así tuvimos mucha culpa de sus fracasos y miserias. Nadie con ese sobrenombre podría brillar en sociedad.

—Nunca supe cómo te llamabas —le dije arrepentido.

—Víctor. Me llamo Víctor. Como Víctor Iturbe “El Pirulí” —me dijo con la sonrisa más inocente del mundo.

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