viernes, noviembre 22 2024

A Celia Huerta

 

Resulta por demás trillado decir que la vida es una y que hay que vivirla a plenitud.

Nos lo han dicho de mil maneras tanto los expertos de la salud mental, así como los místicos, e incluso aquellos que tienen (por derecho de permanencia en el mundo) la autoridad de plantarse y repetirnos: “ la vida es una y si la desperdicias no hay donde comprar otra”.

Éstos últimos personajes suelen ser los más sabios. Podríamos decir que el que te aconseja eso es porque simplemente ha transitado ya por el largo (corto) camino que divide la vida de la muerte. Sin embargo, aunque una comitiva de ancianos sabios llegue y nos diga que lo mejor que podemos hacer para ser felices es disfrutar el momento presente, solemos aferrarnos a creencias equívocas como esa de que hay que guardar para el invierno y cuestionarnos hasta los porqués de esos instantes felices, que por lo general son instantes simples, donde la conversación resulta ser el combustible más infalible para que haya chispa.

Yo soy de esa clase de personas que vive cuestionándolo absolutamente todo. Si estoy feliz, siento culpabilidad de ser feliz. Si estoy triste, me flagelo con el discurso de que hay personas que en realidad tienen motivos para estar tristes. Y si simplemente estoy tranquila, observo mi alrededor y pienso que estar tranquilo debería ser reservado para los que han pasado a mejor vida, es decir: que la paz es un asunto para uso exclusivo de los muertos.

Sólo he conocido a poquísimas personas que cumplen a cabalidad el consejo de vivir plenamente el momento. Las he tratado, e incluso he llegado a observarlas con lupa para ver si descubro algún signo de impostura en su actitud.

Nadie puede pasar más de diez minutos en el Nirvana sin pensar que fuera de ese paraíso mental está esperando la monserga de cumplir con obligaciones y/o padecer los males típicos que aquejan al hombre común”.

Hace unas semanas, durante una comida, le pregunté a una amiga cómo conseguía seleccionar sus pensamientos, es decir: cómo alguien se puede desconectar de una realidad catastrófica o liberarse de una idea fija que le ronda la mente durante todo el día, y pasar a un estado de gracia en el que nada le abrume y pueda enfocar todos sus sentidos en lo que está sucediendo ahora mismo.

El consejo de esta amiga englobó en un hecho frívolo parte de la sabiduría de varias corrientes del pensamiento clínico y filosófico (que es a lo que siempre recurro y en lo que creo, pero resulta por demás laberíntico e impráctico).

Ella me dijo: “cuando sientas que viene esa idea, esa imagen que te obsesiona y por lo tanto te atribula, piensa en el collar que te pondrías con la ropa que hoy traes puesta”.

Evidentemente solté una carcajada. No sabía bien a bien a dónde quería llegar con esa disertación, la cual me parecía cómica, pero sin pies ni cabeza.

Mi amiga es una fashionista de primera. Jamás le he visto un cabello fuera de lugar y nunca he podido hallar algo que desentone con el estilo que ella misma ha confeccionado para sí. Por eso la tesis del collar me interesó. Necesitaba saber qué carajos tiene que ver la selección de un collar con la mejor manera de deshacerse de una idea compulsiva.

El diálogo fue más o menos así.

ELLA: Hoy te despertaste y sabías que no te podías quedar en la facha con la que andas si permaneces en casa. Te bañaste y escogiste entre tu ropa esa blusa y ese pantalón negro que traes puesto. También cogiste esas botas de plataforma. Tu look es bastante rockero, tú eres así: darkie.

YO: Y qué tiene que ver el collar. ¿Cuál collar? Mi collar de hoy queda bien con los trapos que traigo, ¿no?

ELLA: Sí. Queda. Pero, ahora mírame a mí. Yo vengo con un traje corte Chanel rosa, bolsa rosa con cadera dorada muy sweet. Por ejemplo: por más que a mí me guste el collar que traes puesto ahorita, no combina, no viene al caso con mi vestimenta. O al revés: imagina que yo te digo en este momento: te cambio mi bolsa Chanel rosita por la tuya Carolina Herrera negra.

YO: Saldría ganando porque la tuya cuesta el triple que la mía.

ELLA: El trato es tentador, pero rompería el concepto de tu outfit. No vendría al caso.

YO: Sigue siendo tentador cambiar la bolsa. Podría aguantar el hecho de parecer caja fuerte. Sin pedos. Pero ya no entiendo a dónde querías llegar con el tema del collar y la aniquilación de ideas obsesivas que nos roban energía.

ELLA: Cada vez que sientas que viene a tu mente esa idea obsesiva que no te deja fluir, piensa en el collar. Piensa que esa idea no viene al caso en ese preciso momento. Que no combina con lo que tienes que hacer (trabajar, escribir, dar clase), tal como no viene al caso que hoy te pongas mi collar de perlas y rosetones porque simplemente estás disfrazada de motociclista de la Harley Davidson.

Suena raro. Pero es sólo un ejercicio de asociación que sirve. Te lo juro. Pon en su lugar cada cosa. Eso es todo.

 

Me fui un poco confundida del restaurante pues ahora ya no sólo tenía un conflicto y una idea fija en la cabeza sino dos: mi incapacidad de concentrarme en el aquí y el ahora, y el dilema del collar. Sin embargo, a la mañana siguiente puse en práctica ese extraño ejercicio de asociación y funcionó.

Por lo menos me reía como loca en mi cuarto y esa risa hizo que la idea obsesiva que traía en el cerebro desapareciera por un rato.

El problema es que ahora ya no sé cómo quitarme de la mente la imagen del collar.

A todo le veo cara de collar. Veo collares en el café, en el bar, en el restaurante, en mi cama, en la regadera.

Eso, y la sensación de que perdí la oportunidad de tener una Chanel rosita por ir vestida de fan de Iron Maiden, me ha puesto en una nueva posición culposa que no me permite disfrutar plenamente del presente.

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