miércoles, diciembre 4 2024

Tala/ Alejandra Gómez Macchia

«(…) Cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha».

Augusto Monterroso

a José Luis Reyes Arrieta, por esa gran conversación

Siempre es raro hablar de vacas. Sobre todo si no eres lechero o si no te dedicas a algo relacionado con la curtiduría o el mundo agrario.

Las vacas son tan nobles que a pesar de darnos tanto y tanto todos los días sacrifican su ego por nosotros los humanos que disfrutamos de ellas sin pensar un momento en sus ojitos que gritan, entre mugidos, “no me comas, hijo de puta, o no me saques la leche, cabrón; o no me uses para meter vulgares cosméticos o dinero mal habido”.

Eso pienso cada vez que veo a una vaca en su estado natural, es decir, viva, pastando; con su pelaje de manchas negras y su nariz eternamente hidratada. Pero luego se me olvida… se me olvida que la vaca tiene un corazón y me la como en restaurantes y la porto muy oronda en los tacones.

Si hay un animal universal y ordinario (extraordinario también) ese es la vaca. Le sigue el cerdo, pero del cerdo hablaremos en otra ocasión.

En sí el tema que me atañe hoy no es la vaca, sino la palabra vaca, o más bien las consonantes con las que más tropezamos, o no; el tema que me dejó echado a andar el sistema límbico parecería no tener nada que ver con las vacas. Es un tema de índole jurídica. Será porque estoy editando un libro de contenido jurídico, muy especializado, y yo que me lo llevé al río (al libro) pensando que era lorquiano… ufff. Me he encontrado con un microcosmos ignoto. Una sorpresa para quien se sentía medianamente conocedor de la lengua. Un problema ese de entender las leyes, y los casos. Las extrañas formas con las que un simple mortal debe confrontarse con las leyes (escritas). Artículos constitucionales barroquísimos: rosa sobre rosa. Los entrecejos de la justicia, cuñas que pueden cambiar no sólo el destino de un cretino que con el colmillo de un buen litigante se convierte en víctima, o de una víctima que acaba exhibido como potencial delincuente gracias a un juez de moral encorsetada.  Ahora entiendo todo: hoy comprendo porqué Alfonso Reyes le sugirió a Carlos Fuentes: “si quieres ser escritor, estudia Derecho, no letras”. Esos mamotretos son verdaderas narraciones épicas. Queda claro que Shakespeare no fue un litigante, pero conocía a la perfección el ABC para enredar y desenredar un caso.

Editando este libro he reflexionado varias veces en el epígrafe de “Matar un Ruiseñor”, ese que dice: “se sospecha que los abogados también fueron niños”.

¿Lo fueron?, me pregunto.

Sí, porque es en la primera (tierna) infancia es cuando uno aprende el oficio de mistificar sin límites, sin miedo. Y mistificar no es mentir, sino exagerar la realidad o hacerla un poco más tersa. Ser abogado o hacedor de leyes requiere de un olfato canino, sí, pero también de una gran imaginación. Meterse en la mente del caco o del marido despechado que en un rapto hamletiano de desesperación –y por limpiar de toda mácula su honor– le propina a la adúltera “unos cuantos piquetitos” (como ese cuadro feo de Frida Kahlo que retomó a partir de un crimen pasional).

Esta mañana conversé con un abogado. Hablábamos del cuidado o de la importancia que se le deben prestar a las palabras volcadas en una sentencia. “Un buen escribiente es aquel que, a pesar de no ser abogado o pasante, no pierde el sentido de las ideas que le dictan”. Hablamos de casos cuyo expediente consta de kilos de papel bond. En ocasiones, decía el abogado, los chismes guajoloteros son los que se llevan más papel en la versión estenográfica. Entonces recordé aquel dramón del cine nacional: “Caridad”, en donde la buena acción de una anciana ricachona que le avienta unas monedas a un niño pobre desencadena el drama dantesco: los chamacos se pelean por las monedas, las madres metiches llegan a defender a sus vástagos y el padre de uno de ellos acaba matando al otro padre… y de ahí, el calvario: las pobres víctimas de una burocracia cruel y pestilente. Un cadáver que viaja caliente de un lado a otro al no poder hallar lugar para su última morada.

En eso pensaba cuando el abogado me narraba esas alucinantes sentencias que pueden llegar a ser más largas que el Ulises de Joyce o que Moby Dick.

Redactar una sentencia o un amparo no es cosa pequeña. ¿Cuántos casos se pierden o se pervierten si no se les da un buen sentido a las frases de las que echa mano el jurista?

Al ser una entidad con vida propia el lenguaje cambia, se mueve de lugar, muta, avanza o retrocede, pero siempre debe llegar. Y en todo ese zipizape lo más importante siempre será el fondo, no la forma.

Ni el detenido ni los familiares de éste están esperando que el amparo sea un soneto rimado digno del siglo de oro español; la cosa es urgente y los preciosismos pueden esperar, sin embargo, un abogado escrupuloso, junto con un buen escribiente (que se vuelve una especie de traductor simultáneo) puede presentar ante el juez un texto con tintes literarios. Finalmente el abogado tiene en su cabeza la historia completa, por lo tanto, con un poco de gracia puede convertir el documento una crónica delirante, o si posee la habilidad del mistificador, hasta un novelón ruso.

La ortografía importa e importa mucho, aunque la presteza con la que se requiere escribir un documento de esta naturaleza concede ciertas licencias, lo que es imperdonable es que un escribiente o algún abogadillo ágrafo escriba vaca con B. A menos que sea un apellido, claro. Porque hay muchos Bacas que se escriben con B de burro, y eso, le dije al abogado, habrá sido una falta del papanatas que redacta las actas de nacimiento. Y así, en medio de una charla de quince minutos, concluí que lo que me estaba faltando para pulir la edición del libro es un diccionario de términos jurídicos. No vaya a ser que en una de esas la señora Vaca haya matado al vurro del Baca, y por un errorcito de sintaxis le pase como a Florence Cassez: que siendo cómplice de un malandro salió en libertad por fallos en el debido proceso…

Así de peligroso es editar el libro de un jurista.

¡Que Cicerón y Tocqueville me amparen!

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