viernes, noviembre 22 2024

Hace unos pocos días retomé la lectura de “El libro negro” de Giovanni Papini, y  me topé con un relato que había leído con anterioridad, aunque no con el mismo candor (o con la misma malicia).

Se trata de “La conversión del papa”, que resumiré de manera coloquialísima, tratando de no perder la atención del lector urgido de sangre.

Se trata del hijo bastardo de un hereje.

Ese bastardo urde un plan de venganza.

Quiere vengar, obviamente, a los que primero lo alejaron a su padre (el hereje) y luego le dieron muerte. El bastardo crece y  comienza a fraguar su venganza desde abajo (quiere vengarse de la iglesia que le robó al padre).

Empieza  a ascender en la escala de castas clericales:  de monaguillo pasa a ser mayordomo, luego se mete al seminario, se hace cura, de cura, párroco, de párroco a obispo, de obispo a cardenal… así, hasta que un buen día llega al lugar donde quería estar para consumar su dulce venganza.

Gana la puja para ser papa, y al fin, la noche anterior –y parte de la mañana del glorioso día en el que será coronado como máximo líder de la iglesia– se sienta a pergeñar el discurso demoledor que dará en el balcón central de San Pedro. En pocas palabras se cagará sobre la fe y la iglesia y sus santos y sus dirigentes y su dios.

Todo iba de maravilla. El bastardo que había actuado magistralmente durante el tránsito de su vida para llegar a ese sitio (siendo un hereje de closet) se relame los bigotes imaginando el escándalo y las caras de plato que provocarán sus palabras: desmayos, vómitos, excrecencias por doquier.

Pero algo sucede minutos antes de que culmine su plan: una vez ataviado con el outfit de papa y toda la onda, se arrodilla y escucha al tumulto de gente que, fuera, lo espera con ansias. Se asoma al balcón y mira la cara de los fieles. De niños y señoras y ancianos y hombres cuya única esperanza en la vida es que la vida es gracias a Cristo y su salvación y su próximo regreso.

Tan fuerte es la energía de la banda que la fe le llega de sopetón por contagio, y a la mera hora, el plan de toda una vida (infame y justa venganza) se desmorona.

Sus sirvientes llegan, lo levantan del suelo  (se encuentra hecho un mar de lágrimas) y lo acompañan a la ceremonia de coronación.

En ese momento eleva una plegaria y pronuncia el mejor discurso (o sermón) que se haya escuchado jamás de algún príncipe de la iglesia. ¡Vaya!, hasta San Píter se hubiera quedado pendejo de oír tanta convicción y gracia al referirse a Dios y su misericordia.

Al final, el papa se vuelve un rockstar. El papa más recordado y querido y amado, no sólo por los fieles católicos, sino  también por toda la comunidad hereje y malandra que no cree en diosito.

Fin del resumen.

(*Invito a leer el relato, es magistral, sólo que acá no tengo tiempo de ponerme solemne).

Todo este prólogo va a cuento por la «marcha fifí».

Y ustedes dirán, ¿qué tiene que ver la marcha fifí con Papini y los papas conversos y el poema de Browning del que dicho texto fue inspirado?

Pues yo sí le encuentro relación.

Y es que debo confesar algo, que no es confesión porque lo he dejado de manifiesto muchas veces: alguna vez fui chaira. Sí. Fui chaira de las de hueso colorado.

Hablaba como chaira, vestía como chaira, fumaba cigarros de chairo y repetía obsesivamente los chairidiscursos  que le escuchaba a los chairos mayores.

Y tal como el papa converso, comencé en este oficio con la firme intención de que un buen día, llegado el momento, me rebelaría contra el sistema de la Mafia del Poder que tanto odiaba y ocuparía mi espacio en blanco para lanzar consignas y mentar madres y apoyar a la causa pejista dejando la piel y los huesos y hasta la piel de las rodillas si fuera necesario.

Lo que me pasó a mí fue lo contrario del papa, pues en cuanto tuve acceso a llegar a determinado número de chairos que podrían aplaudirme por enarbolar su causa, reculé.

Y es que cuando me di cuenta que la chairez es una especie de secta fundamentalista dirigida por un pregonero de insensateces, decidí que haría más daño fomentando esas insensateces en las que, ¡claro!, alguna vez creí como el papa creyó en la inexistencia del dios que acabó honrando.

Por eso hoy que vi la “Marcha fifí” volví a releer el cuento de Papini y pensé: no sé si el arrepentimiento se la opción más legítima, sin embargo, y como dice esa otra maravillosa poeta llamada Joni Mitchell: para poder opinar hay que haber visto las nubes de ambos lados, el amor por ambos lados, la vida por ambos lados. Y hoy, sin dudarlo, me quedo del lado de los fifís (que ni son fifís, simplemente no piensan como “El Mesías”).

 

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