sábado, noviembre 23 2024

Tala/ Alejandra Gómez Macchia

Dales la vuelta, 
cógelas del rabo (chillen, putas), 
azótalas, 
dales azúcar en la boca a las rejegas, 
ínflalas, globos, pínchalas, 
sórbeles sangre y tuétanos, 
sécalas, 
cápalas, 
písalas, gallo galante, 
tuérceles el gaznate, cocinero, 
desplúmalas, 
destrípalas, toro, 
buey, arrástralas, 
hazlas, poeta, 
haz que se traguen todas sus palabras

(Octavio Paz)

En el extraordinario ensayo “El arco y la lira”, Octavio Paz dice: “se olvida con frecuencia que, como todas las otras creaciones humanas, los Imperios y los Estados están hechos de palabras: son hechos verbales”. En el libro XIII de los Anales, Tzu-Lu pregunta a Confucio: “Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? El Maestro dijo: La reforma del lenguaje.”

Algo sabía Confucio –desde entonces– que nosotros seguimos ignorando, o pasando por alto.

¿Qué sucedería si le dedicáramos más tiempo a las palabras?

Si nos las folláramos bien a las muy putas.

Si nuestro lenguaje dejara de limitarse a lo que hemos aprendido en el instituto o en pláticas anodinas de sobremesa o en programas de televisión.

Si tuviéramos la suficiente curiosidad intelectual para explorar una o dos o tres palabras al día; y no sólo hablo de palabras recién incorporadas, sino a las palabras que manoseamos diariamente, ciegos.

Un manoseo arbitrario, arrebatado; como de joven que se estrena en el tacto de una teta, y no se detiene a admirar la textura, la forma y el color de la piel de esa turgente teta, más bien se va sólo al bulto por puro instinto: torpe, urgido de meterlo en la boca, de lamerlo, de extirparle, si es posible, un poco de miel.

¿Qué pasaría si de pronto no sólo los escritores o quienes tienen como materia prima el lenguaje, se detuvieran a pensar si la palabra que utilizan en determinada oración está siendo aplicada correctamente?

Nos sucede a todos, todo el tiempo… dejamos salir de la boca frases sin conocer a fondo el significado de una o más palabras. Y lo hacemos por deducción; pues hemos oído determinada frase hasta el cansancio y, aunque esté mal aplicada, la repetimos sin reparar que el mensaje llegará tergiversado precisamente por caer en la tentación de dárnoslas de muy entendidos.

La duda.

Creo firmemente que este mundo marcharía mejor en todos los aspectos si duráramos más de nuestros dichos y nuestros respectivos procederes.  

Al contrario de lo que se piensa, la duda no está emparentada con la ignorancia, más bien es una aliada fiel de la inteligencia, pero no echamos mano de ella (de la duda) por temor al ridículo; cuando es todavía más ridículo quedarse callado y navegar mediocremente por las corrientes de la suposición.

Confucio da en el clavo cuando dice que la mejor reforma que se puede implementar es la reforma del lenguaje, sobre todo porque el lenguaje, al estar vivo, va cambiando vertiginosamente: engorda, enflaca, se ilumina y palidece.

Las palabras mutan como mutan los humanos a quienes, por ejemplo, ya no les brotan las muelas del juicio. Y si ayer una palabra significaba equis, hoy puede significar equis y ye.

Saber avanzar junto con la lengua deviene evolución. Aun cuando cierta palabra adopte con el tiempo otro significado y nos parezca aberrante debemos acostumbrarnos a ella, como pasa con los así llamados sabores adquiridos…

En la novela “Tenemos hablar de Kevin”, el adolescente  psicópata que mata a su padre a su hermana y a sus compañeros, toma de la mesa un litchi, que es una fruta relativamente nueva en este lado del planeta.

Es la mañana previa al crimen y Kevin sorprende a la madre alcanzando uno de esos frutos dispuestos en el bowl. Kevin revienta con las manos la exótica cáscara del litchi y se lo lleva a la boca. El fruto blanco suelta el jugo y Kevin lo deja fluir a propósito entre las comisuras de sus labios hasta que se derrama trazando una huella de agua desde la boca hasta el cuello. La madre mira con cierta repulsión la escena e interviene: “Tú odias los litchis, Kev”. A lo que el futuro asesino responde con toda la intención de hostilizar el desayuno: “Digamos que todo puede llegar a gustarnos, ma, son gustos adquiridos”.

Así pasa también con las palabras: puede costarnos tiempo hacerlas nuestras. Hay que cortejarlas, perrearlas, dejar caer sobre ellas café y agua mineral hasta que cedan.

Las palabras son damas celosas de sus secretos. Hay que perseguirlas para que suenen naturales en nuestra boca, para que adquieran su propio color en la voz.

Cuando somos pequeños y el balbuceo es nuestra única forma de expresión, la madre se frustra porque no entiende qué le pasa a la criatura. ¿Por qué llora, qué le duele, tendrá hambre o es sólo la primera manifestación de un capricho?

Años más tarde el niño que no podía darse a entender aprende las primeras palabras y con esas primeras palabras conoce (involuntariamente) las delicias del poder.

¿Por qué en determinado momento uno comienza a limitar el lenguaje?

La respuesta que me viene a la mente es una: la prisa apremia cuando alcanzamos ciertas metas sin tener que ampliar el vocabulario. Cuando nos conformamos con una lectura simplista, no sólo de los libros, sino de las propias circunstancias. De la vida.

Leer no es tomar un libro y recorrer con la mirada la hilera de letras que juntas forman oraciones. Leer es contemplar todas las cosas de este mundo y darles nombre o re bautizarlas. Uno no se gradúa nunca de lector. La lectura también es materia en movimiento perpetuo. El lenguaje se expande y se contrae como el universo. Pulsa, arde, y en algunos casos agoniza.

Temo mucho que cuando vamos a la escuela y la maestra nos enseña a leer, en realidad sólo nos enseña a aprehender palabras. Aprehender de aprehensión: uno como niño roba la palabra de contrabando y hace en su mente un cuadro, una construcción mental del objeto (o concepto) que aún no le pertenece.  De este modo la cebra siempre será un animal parecido al caballo y al burro –con rayas en el pelaje– porque es la lectura que nos han enseñado a darle a la cebra, sin embargo, una cebra es también el conjunto de líneas que se pintan en las esquinas para indicar a qué altura de la calle un carro debe detenerse para dejar pasar al peatón. También, con un poco de imaginación, la cebra pueda maullar o ladrar y ser albina.

En la segunda acepción, la persona que no ha ojeado el manual de tránsito desconoce esa otra lectura de lo que es una cebra, pero esa otra cebra, que no es el animal, no deja de existir por no figurar dentro del lenguaje del lego.

Mi padre ha sido toda su vida un maniaco del lenguaje; le gusta saber el significado exacto de las palabras. Odia que uno diga “sí sé” cuando no sabes nada. Desde niña mi papá me quitó la mala maña de afirmar cosas que desconocía. Se molestaba si yo echaba mano de alguna palabreja complicada y acababa por darle una connotación equívoca. “!Di no sé, carajo! Y cuando no sepas, no especules y ve al diccionario”. Esto sucedía cada día en mi casa pues papá era adicto a entramparme para medir mi capacidad de auto engañarme, de fanfarronear. Y sí: siempre acababa en una esquina con las orejas de burro puestas sobre la cabeza.

Recuerdo que me ponía a leer la biblia todos los domingos. Yo no entendía el porqué de esa actividad si en ese tiempo mi papá decía ser ateo. Luego comprendí que a la Biblia se le puede dar otro tipo de lectura, ¡es un gran libro de ciencia ficción! o en el caso del Cantar de los Cantares, todo un poema.

Mi hermano y yo leíamos la Biblia dos horas cada domingo con una indicación: debíamos subrayar las palabras que no entendiéramos e irlas a buscar al diccionario para después pasarlas a una libreta y comentar los nuevos hallazgos al final.

La libreta se llenó rápidamente. La biblia no es un libro fácil y contiene muchas palabras moribundas o en peligro de extinción, pues, ¡oh, sí! El lenguaje, como las plantas y los hombres, también envejece irremediablemente.

Pero aunque uno se sienta muy ducho en el oficio de las letras, nunca falta el tropezón que sobreviene a causa de la falta de atención en lo que se dice. Y aquí vamos de nuevo a un problema toral del lenguaje: usar palabras erróneas por fuerza de la repetición.

Hace un par de días un letrado me dijo: “álgido”.

Inmediatamente respondí: “que está en su punto más alto, candente”.

Así lo he usado siempre por costumbre. “¡Cuántas frases que he escrito se descarrilaron en ese momento!”, musité al abrir el diccionario, descubriendo que “álgido” significa todo lo contrario a lo que pensé. Álgido es el punto más frío.

Confucio es el más moderno de los filósofos: urge una reforma del lenguaje.

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