El Colgajo (o de la fragilidad)
A Germán Enríquez Galicia y José Luis Lozada.
In Memoriam
Por Juan Manuel Mecinas Montiel
No es fácil sufrir y volver a vivir. Philipe Lançon escribió El Colgajo, la historia de su recuperación luego del ataque terrorista a la redacción de Charlie Hebdo, en París, al cual sobrevivió. El relato estremece porque expone la fragilidad ante el terror, ante la muerte y ante el cambio. Una fracción de segundos y sus compañeros están muertos, su rostro desfigurado y su vida nunca volverá a ser la misma. Narra los dolores físicos y su desesperación por los escenarios sombríos que enfrenta. Su rostro ha cambiado, aunque lo que más acongoja a Lançon es la sensación de sentirse atrapado entre la incertidumbre y la angustia sobre su recuperación, su nueva vida, y la añoranza de la vida que fue.
Lançon deja claro la brutalidad del acto terrorista: el caos, la sangre, la respiración del asesino que lo cree muerto, las imágenes lamentables que lleva en su memoria y que vuelven a su mente como dagas una y otra vez, los sesos de su compañero que yace muerto junto a él o la caída del guardaespaldas de su jefe que no alcanzó a responder a la primera ráfaga de los homicidas. No hay medias tintas: fue un ataque lleno de odio.
A partir del saberse sobreviviente, el autor narra el dolor físico. Las cualidades de cualquier ser humano no son suficientes para que un hombre pueda enfrentar sin complejidad una situación donde es infinitamente vulnerable. Es una lucha constante y desesperante por encontrar motivos para no desfallecer. La familia es el pilar constante, además del equipo de médicos y enfermeras, su exesposa, su novia, sus amigos, y su memoria. Es un duelo en la mente de Lançon que encuentra en los grandes y pequeños recuerdos el aliciente para superar la soledad de la recuperación y del quirófano. Lançon está rodeado de amigos y familiares, pero las peores batallas psicológicas se desarrollan en su mente.
El autor es el personaje principal, sus sentimientos y miedos a partir de saberse vulnerable y desfigurado, aunque no menos enigmático es el personaje de la doctora -Chloé- que le acompaña a lo largo del libro y cuya belleza ya es legendaria. Lançon tiene la necesidad de aferrarse a alguien para que le dé esperanza y esa no es su novia -la chilena que lo cuida de cuando en cuando en París- no son sus amorosos padres y hermano que no se separan de él, no son sus amigos, sino es la cirujana que le da esperanza de volver a tener una vida casi normal, casi igual al del instante previo al atentado. Es la doctora la que sobrepasa el ego de Lancon; es el espejo donde se quiere ver reflejado. Es ella su amor porque simboliza el futuro; la esperanza. Es amor de vida. Chloé es el alter ego de un hombre con un gran orgullo al que un ataque terrorista lo avasalla. E incluso su ego se reconstruye porque la doctora explica, ejecuta, y coordina magistralmente la recuperación del sobreviviente. Lançon vuelve a ser parte de un equipo con un objetivo: salvar su vida y hacerla lo más normal posible, lo que implica realizar cirugía tras cirugía. Antes, el equipo al que debía risas y satisfacción era el de Charlie Hebdo, y ahora ese equipo tiene una cabeza genial y brillante, que reconstruye su cuerpo y recuperar su vida: la cirujana es la artífice de un milagro que no devolverá a Lançon su vida anterior, sino le ofrecerá la posibilidad de construir una nueva.
Se puede pensar que no es una buena idea leer El Colgajo en la época del coronavirus, aunque sus enseñanzas sugieren exactamente lo contrario: no nos viene mal mirarnos en el espejo de la fragilidad. La lucha de Lançon fue cruenta porque su vulnerabilidad es evidente: con los pocos recursos que tiene debe reconstruir su cuerpo y su vida. El hombre culto y refinado que escribe en el espacio de sátira repudiado por muchos y adorado por pocos, de pronto se ve envuelto en una situación donde todo parece reducirse a cenizas. No existe ni siquiera la certeza de que va a sobrevivir. Si lo hace, será con un nuevo rostro porque el anterior se lo desfiguró un enemigo inesperado que, si no lo mató fue solo por distracción, suerte o por providencia. Alrededor están los recuerdos: los viajes a Cuba, las visitas a los museos, la música, el cine. No podrán ser recordados con la misma lente que ha mirado el horror y la muerte. Es una nueva mirada, son unos nuevos ojos, es una nueva realidad. Ya no solo es una transformación de lo físico, sino una metamorfosis total. No puedes ser el mismo cuando ahora no puedes ni sostener tu baba, cuando dos guardaespaldas cuidan que no te ataquen o cuando pasas decenas de veces por el quirófano; no puedes ser el mismo cuando has sentido el odio. No puede haber normalidad cuando sientes el respiro de la muerte en la nuca.
Aún nos falta por asumir plenamente que el futuro que nos espera no es normal. La pandemia nos enseña que todo ha cambiado. Tendríamos que aferrarnos al futuro que en la novela de Lançon simboliza la doctora Chloé y que en nuestro caso significa una nueva normalidad —con los muertos a cuesta— y con una realidad distinta. No será fácil: el presente nos ha deformado el idilio con lo cotidiano, con lo normal, con el pasado que nunca más será.