sábado, noviembre 23 2024

Anoche –cuando al fin pude dormir– soñé con uno de los diez mandamientos. Yo, la más atea del mundo, soñó con un mandamiento. Uff.  No sé por qué. Quisiera encontrar el mensaje ulterior del sueño, desgarrar todas sus capas.

¿Qué vi antes de acostarme? Un rostro amado, las copas de los árboles desde mi balcón, los techos blancos que parecían espuma de mar desde el cuarto piso.

También me puse a ver por décima vez “Adaptation” o “El ladrón de orquídeas” (como la tradujeron al español). Así que las últimas escenas que vi antes de irme al viaje onírico fueron la cara abotagada de Nicolas Cage jurando que era un escritor mediocre, gordo y patético. O la cara de Meryl Streep desvelando la tristeza y la soledad de una escritora a la que su marido no ama y se acaba enamorando del pinche ladrón de orquídeas.

Eso vi antes de cerrar los ojos. Y escuché atentamente algunos diálogos interesantes. Todos, por supuesto, respecto a la soledad, a la melancolía y la congoja del escritor que no sabe hacer nada mejor que escribir y que (ajá, obvio, como siempre) amar a la persona menos indicada.

¿Entonces porqué soñé que leía en un pequeño tomo, que nada se parecía a la biblia ni a las tablas de la ley de Dios, uno de sus mandamientos? Pero no sólo eso, sino que me quedaba clavada en el breve texto y decía en voz alta, con un café en la mano, lo siguiente: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” y yo añadía, con la mirada perdida en el humo de un cigarro: “en el supuesto de que uno se ame sí mismo tal como se requiere amar al otro”.

Eso decía en mi sueño, y me quedaba pensando, clavada en el humo.

Luego desperté muy temprano. Aún no había salido el sol y la frase se presentó en mi cabeza a la hora de levantarme para ir a preparar un café. Y en ese tránsito, de la recámara a la cocina, vi las tazas de la noche anterior puestas sobre la mesa de centro, y recordé que debí haberlas llevado al lavatrastes, pero no lo hice porque al cerrar mi puerta, apagué las luces y decidí irme a la cama a ver una película que me bloqueara el cerebro para no pensar demasiado en tantas cosas que suelo pensar y no sé si sean viables para la vida práctica.

No llevé las tazas y por la mañana me lamenté. Una capa de azúcar estaba completamente pegada y eso me irrita.

Lavé las tazas y olvidando poner a hervir agua para más café, fui directo a la regadera, que es el lugar donde saco todas mis tribulaciones. En la regadera me gusta llorar y me gusta cantar y me gusta tallarme los ojos y recorrer mi cabello húmedo y me gusta, sobre todo, recargar la frente en el cancel para respirar y dejar una huella de vaho mientras pienso y re pienso lo que he soñado. Y esta mañana mi único pensamiento era que si yo amaba un chingo a mi prójimo era porque debía tener un enamoramiento de mí misma impresionante. Pero con la caída de agua y la canción que puse en mi teléfono me di cuenta que no, compadre. Que tengo un problema muy radical: amo al prójimo de una forma en la que yo jamás me he amado. Nunca he sentido el encantamiento que ciertas personas ejercen en mí, de tal manera que ese amor que les profeso (o les he profesado) sobrepasa por mucho mi ensimismamiento.

Y mientras cambiaba de posición (a la otra posición favorita que adopto en la regadera –la cara directa al chorro– ) me asaltó la segunda parte de la frase en el sueño: “en el supuesto de que uno se ame a sí mismo como se requiere amar al otro”.

¿Por qué tengo que alterar un mandamiento con mis típicos arranques racionales? Deja que las frases acaben donde tienen que acabar, donde han terminado siempre y se han acuñado para la pinche historia, A.

Así me decía al mismo tiempo que la canción cambiaba y estaba a punto de cerrar la llave.

Finalmente sólo fue un sueño, me repetí en silencio (porque si lo hubiera hecho en voz alta ya me hubieran declarado clínicamente loca).

La cosa es que al apagar la llave del agua ya no pude dejar de pensar que si me amara como amo al prójimo (no a todos) sería un monstruo de egocentrismo y una alcahueta total conmigo. La mejor aliada, la más fiel cómplice y… no sé qué sería de mí.

Okey. No estaría mal intentarlo, pero, ¿y si logro igualar los tantos?, es decir, en el supuesto caso que yo me amara como amo al prójimo, ¿cuál sería entonces el nuevo resultado? ¿Morir por el prójimo? ¿Hacer del prójimo un insaciable sin remedio?

Creo que hoy me iré a la cama viendo alguna serie de matazón o algo que no me haga alucinar con citas bíblicas o con el eterno dilema de que uno no puede dar amor si no se ama uno lo suficiente  y bla bla bla.

 

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About Author

Alejandra Gómez Macchia

Truncó su carrera de música porque se embarazó de Elena. Fue bailarina de danzas africanas, pero se jodió la rodilla. No sabe cómo llegó al periodismo (le gusta porque se bebe y se come bien). Escribe para evitar el vértigo. En el año 2015 publicó “Lo que Facebook se llevó” (Penguin Random House), y en unos meses publicará un libro de relatos, “Bernhard se muere”, en la editorial española Pre-Textos.

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