domingo, noviembre 17 2024

Mi departamento tiene dos inmensos ventanales: en uno (que ocupa lo largo de la sala y el comedor) veo los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl; en el otro (que está a lo largo de la cocina y mi sala de tele) miro otro volcán mucho más pequeño: La Malinche. Si tengo suerte y la contaminación no es muy densa, a veces se logra ver también de ese lado el Citlaltépetl (o Pico de Orizaba).

Desde que me pasé a vivir acá –en julio hago un año– he disfrutado al máximo los amaneceres por ambos lados. Lo primero que veo desde mi cama es el Popocatépetl entre nubes o con nieve. Luego bajo a hacerme café y siempre me quedo unos minutos observando la salida del sol (que en esta época del año se presenta de ese lado). Ya después, dependiendo mi estado de ánimo, me siento en algún lugar de la casa y de vez en cuando volteo para abajo, hacia la ciudad.

Tengo la fortuna de estar en el pent-house de una torre que parecía quebrarse hace unos años, en el temblor que sacudió el sur del país.

Cuando llegué a vivir acá lo primero que pensé fue qué pasaría si la tierra se vuelve a sacudir con esa fuerza… mejor no pensar en eso y disfrutar. No siempre se tiene la oportunidad de vivir en lo más alto.

Apenas, hace un par de días, observé la lluvia atentamente, y no; no llueve igual desde el piso 22 que al ras del suelo; las gotas acá son como plumitas que bailan oblicuas entre latigazos de viento.

Mi edificio está situado en un punto estratégico. Con la llegada de la pandemia he podido darme cuenta que estoy en la frontera. Sí, en la frontera.

La Avenida de Las Torres ante se llamaba Municipio Libre, pero ese nombre es muy ordinario para los poblanos que llegaron después a tomar posesión de La Reevra. Suena más fofoi “Las Torres”.

Municipio Libre fue durante años una colonia en la que se asentaron familias de clase media baja. Acá, a unos pasos, tengo el Mercado Independencia, al que antes iba a tomar pulque con mis amigos de la danza africana; en aquel tiempo el Independencia me quedaba lejísimos, y sólo iba a beber pulque después del entrenamiento; no había descubierto la maravilla de mercado que es; los puestos de cemitas y de fruta son de lo mejor y hay una marisquería muy barata que ofrece platos que en cualquier otro restaurante, lejos de esta zona, te reventarían a precios de locura. Me gusta ir dos o tres veces por semana al Independencia. Los vendedores ya me conocen y yo los conozco a ellos; ahí encuentro el tuétano a 20 pesos, cuando en los restaurantes de La Juárez y Angelópolis te lo dan a 200.

Cada noche, desde que estamos en cuarentena, me siento sobre la barra de mi cocina a observar el orden de las casas de la avenida Las Torres, antes Municipio Libre,  los pioneros de la colonia. Son construcciones pequeñas y destartaladas, muy juntas, y las luces de esas casas son ámbar, cálidas, lo que da la impresión de una tenue bruma.

De ese lado hay perros buscando escombros en las calles. El Parque Metropolitano es un forastero que alberga a los otros perros: los que sí tienen dueño. Ahí, en el Metropolitano, se juntan deportistas y familias que van de paseo, y al fondo, casi ya como una reliquia inservible, se yergue el Museo Barroco: que debería ser una joya de la ciudad, pero la 4T lo ha ninguneado, lo ha degradado a sala de espectáculos lamentables.

En estos días ese lado de la ciudad sigue tan vivo como siempre: la gente sale, hay muchos carros moviéndose; los vendedores de papas fritas, memelas y tacos de canasta siguen ocupando sus esquinas, y los habitantes van a comprarles tacos y tamales. Las estaciones de autobús continúan con movimiento normal: la gente de ese lado de mi frontera no se niega a ver que el coronavirus existe, simplemente no se puede dar el lujo de quedarse en sus casas porque si no, no comen.

En este cuadrante del mundo van cayendo los muertos como moscas, pero la vida sigue; los duelos no llegarán porque cada uno de esos deudos están preocupados por no ser los siguientes en la lista.

El lado derecho de mi casa es el mundo real, por eso últimamente pongo mi mesa de trabajo ahí: para no olvidarme que soy mortal. La brecha de desigualdad social se hace muy patente desde donde estoy; los niños juegan fuera de sus casas aún con pelotas, las sirvientas no traen uniformes o más bien no hay sirvientas; el cielo, que está en mi línea de horizonte, está cercado por cables viejos que se cruzan y reciben a cientos de pájaros por la tarde. Los techos de esas casas están constelados de colores por la ropa que cuelga de los tradicionales tendederos. La ropa de los pobres dura más, no porque sea de mejor calidad, pero el secado al sol les inyecta algún tipo de vitamina que las secadoras alemanas no ofrecen.

El lado derecho de mi casa es la frontera sur. Es mi Guatemala, mi Belice, Mi Salvador. Hay tinacos de cemento y de plástico. Por las noches esos tinacos parecen cabezas, como las de la Isla de Pascua. Esos tinacos son los santos patronos de la gente que no puede quedarse en casa en la pandemia. La gente a la que los otros, los del otro ventanal, acusa de irresponsables e ignorantes. Y no es que sean irresponsables o ignorantes; es que son pobres, y si no salen, mueren de hambre y no del virus. El virus te lleva en un par de días, no se ve, no te deja en los huesos, el hambre sí…

Mi ventanal derecho da al lujoso campo de golf de  La Vista. Antes veía a diario a los señores ricos jugando golf mientras sacan alcohol fino de sus carritos. Aparte de las casas, en este lado de mi frontera se levantan imponentes edificios, la mayoría han ido apareciendo milagrosamente como si se hicieran solos, todo gracias a las bondades del lavado de dinero.

Lomas de Angelópolis es una especie de ciudad Mormona dentro de la capital mundial de la mochería. Lomas ya es un “distrito”.

Desde que comenzó la pandemia no veo más a los huevonazos que se juntan a pegarle a la pelota sobre el fairway en tanto cierran negocios millonarios. En las calles de este fraccionamiento nunca se ven niños jugando. Nunca. Ahora en la pandemia menos. Cuando llegaba a ver niños era en sus albercas, casi todos con sus tablets en mano, seguidos por un séquito de sirvientas uniformadas de rosa, cuidándoles mientras sus mamás despertaban de un sueño inducido por Lexotán o mientras se cogían al compadre de su marido en la cama conyugal.

La Vista es un microclima fantasma. No se ve movimiento. Ahí los que se quedan en casa ven cuadros de Sergio Hernández, algunos Tamayos y muchas, pero muchas esculturas megalómanas de Marín y horrendos Timoteos. Esas cabezas de medusa comienzan a hablarles a sus dueños, pero los dueños no escuchan: están pegados al Netflix, viendo porno tailandés, o bebiendo Margaux para sobrellevar el lastre de vivir soledades tan bien acompañadas.

Vivo en la frontera. A veces creo que mi esencia pertenece a ciudad tinaco, en donde la luz es ámbar porque no se pueden dar el lujo de comprar focos LEDS, con esa fría luz blanca de tlapalería que tanto les gusta a los ricos con buenas conciencias ecológicas.

Mi edificio es uno de los más altos de la ciudad, pero no tanto como el que sigue a continuación, que está ya dentro de La Vista. En ese edifico hay una cancha de tenis que hoy está más desierta que una cantina sin botellas.

El virus que llegó de oriente no es un bicho elitista, pero en mi frontera se ve como si lo fuera.

Los del lado de los volcanes tienen el privilegio de manejar sus empresas desde dispositivos electrónicos. Están preocupados, claro, porque pierde más el que más tiene; sé de algunos vecinos de allí dentro que juegan a la bolsa y otros que llegan con bolsas negras de basura llenas de billetes que le han pepenado al erario.

Pero se cuidan con sofisticadas máscaras que piden en Amazon, ordenan el súper por internet y sólo esperan ansiosos a que se levante el arresto domiciliario para volver al campo, verde como una esmeralda Cartier, y seguir jugando; para comentar el cambio que se obró en ellos durante la pandemia, o  anunciar su inminente divorcio, o para rematar esas esculturas monstruosas que comenzaron a hablar cuando no podían salir de sus mansiones blindadas.

Vivo en la frontera y desgraciadamente sólo soy una observadora pasiva de lo que pasa en Ciudad Tinaco porque pertenezco más al otro lado: al que se permite sitiarse pidiendo de comer por Uber Eats. No soy rica, pero tampoco soy pobre. El departamento no es mío, sin embargo, no he faltado en el pago de la renta. No bebo Margaux, pero tengo siempre una reserva de vodka por si el pánico me ataca.

Mi perrita extraña sus visitas al parque, pero la saco a pasear a los jardines del fraccionamiento. Lizzy añora  ir al otro lado de la frontera, en donde los solovinos barbajanes y sexis le chiflan y ella hace un despliegue de simpatía con robustos afganos que llevan los jipis chic que viven en el barrio alto.

Este virus llegó para estamparnos en la cara la realidad; en la Ciudad de México el metro Pantitlán sigue abarrotándose de gente, con y sin máscara, que teme enfermarse, pero teme más no tener unos pesos para llevar el pan a sus mesas, y van en busca de otro tipo de felicidad, mientras que los habitantes de Santa Fe pasan por alto su infelicidad porque el tedio es una enfermedad demasiado grave para figurar en su menú de agonías incurables.

El presidente aconseja encomendarse a Diosito o a un santo de nuestra confianza; pero también en la escena celestial  hay beatos y santos clase A y clase B. En mi frontera se nota quién se encomienda a San Charbel, patrono de los hayes, y quiénes le rezan al santo niño doctor o la virgen de Juquila.

El cielo no está exento de los ángeles reaccionarios.

Desde mi frontera, en las horas más bajas, cuando se encienden las luces ámbar, concluyo que nuestra especie es un desafortunado accidente de la arcilla, pero sin darnos cuenta nos revolvemos en un fango unánime, y sea cual sea la ruta de escape tras la pandemia, todos los pasos dejarán huellas de lodo. 

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