Maestros, ¡dejen a los niños ser y pensar!
Por Elena Tremblay G.
Antes de empezar todo esto me voy a presentar: mi nombre es Elena Tremblay Gómez, soy hija de la directora de esta revista, y de mi papá: un músico canadiense que es guapo hasta la pared de enfrente, pero como todo papá no entiende bien a su adolescente.
En fin. Agradezco que mis papás me hayan traído a este mundo porque es muy divertido y hay buena música de fondo ( y deliciosas pizzas y frapuchinos).
No recuerdo en qué momento me convertí en lo que soy ahora: la becaria más joven en un periódico político en el que he aprendido cosas que aparentemente no me interesaban, pero que ahora sí me importan porque al parecer es lo que hay que hacer para ser un ciudadano informado y que no te agarren de bajada.
¿Por qué llegué hasta aquí teniendo sólo 16 años, cuando debería estar en la clásica escuela donde sólo te enseñan a memorizar y no a pensar? Miren, les cuento un poco:
Cuando iba en primaria, en Canadá, era una de las niñas más inteligentes de mi salón. Mis notas no bajaban de 9 (y no era matadita ni nerd, sólo hija de mi mamá). Todo iba de poca, la neta, era feliz siendo la más lista sin esforzarme demasiado, peeero llegando a México (a la secundaria) mi vida empezó a descontrolarse un poco.
No se espanten, papitos y mamitas que lean esto (porque ustedes creo que también fueron jóvenes y querían probar de todo). El caso es que como buena adolescente se me hizo muy cool ponerme a fumar cigarros que le robaba a mi madre. Luego llegó el momento en el que todos mis amigos me invitaba a ir de fiesta, y como mi mamá confía en mí porque sabe que soy rebelde, pero nada tonta, comencé a ser lo que se conoce como una niña «popular». Popular, sí, pero no floja ni burra: seguí sacando buenas notas.
Pero regresemos el casete un poco: en Canadá mi papá siempre estaba trabajando entonces me quedaba sola y pues, sí… me portaba mal.
Lo haré corto; reprobé ese año porque se me hacía fácil salirme de clases (en Canadá no hay policías cuidando las entradas del colegio como si los alumnos fueran delincuentes, aunque sí lo sean ¡ja!).
Total que mis padres decidieron que era mejor para mí venir a vivir con mi mamá, así que ¡yeii!, volví para cursar el año perdido en el famoso colegio Madero (un horror de escuela por cierto).
A principios de año no me molestaba estar ahí porque tenía amigos en tercero, y aunque yo estuviera un año abajo, me seguía juntando con ellos.
Yo tenia dos amigas en mi salón: Vane y Marcela. Juntas echábamos todo el relajo posible, obvio. La escuela no sería la misma sin el relajo, creo, sería como estar en la cárcel, literal.
Total que siempre nos metíamos en broncas absurdas y el resto del salón nos odiaba.
En esa escuela siempre se han corrido los chismes bien rápido (como en todo Puebla) y una niña había inventado que me había hecho una liposucción. ¡Háganme el favor! O sea, niña: ubícate, ni siquiera sabes el significado de esa palabra.
El punto es que, como siempre, fui de justiciera y quise pararle el carro explicándole que hay algo que se llama ejercicio y genética y que los doctores ni siquiera te pueden operar a esta edad (my gosh).
¿Y qué pasó?
Que en lugar de disculparse o de sostener sus mentiras, se fue a acusar con su mamá ¡y uta!, se hizo un problemón.
La señora pidió mi expulsión, pero antes quería hablar con conmigo.
Bueno… pues ahí me ven con mi mamá en la sala platicando del porqué me debería de quedar en esa escuela en la que nunca me sentí cómoda.
Mi mamá, obvio, me aleccionó antes para que fuera humilde y aceptara mi cagazón, y no me quedó de otra más que llorar para poder quedarme.
En fin… me quedé, pero condicionada, y acabe mi año con éxito.
Acá viene lo bueno…
En tercero conocí a dos chavos súper cool: Hugo y Luis. Me juntaba mucho con ellos, y ya casi no me metía en problemas porque eran hombres y entonces entendí por qué mi mamá casi no tiene amigas y sí muchos amigos: porque las chavas son súper envidiosas y mala leche.
Debo confesar que aunque sé que está mal porque daña a la salud y bla bla bla, cuando salía de la escuela me echaba un cigarrillo con Hugo y Luis. Uno no es ninguno, pienso. Lo malo es ser vicioso, ¿no?
Bueno; llegó el día en el que Hugo y yo hicimos una apuesta (ya ni me acuerdo de qué era). El punto es que yo perdí y entonces le debía una cajetilla de Marlboro. Ahí empezó el pedo (sorry el lenguaje, pero así hablamos los miembros de la generación Z, y aparte mi mamá que es escritora dice que no hay que temerle al lenguaje). El caso es que pagué mi deuda (ok, ok, pagar es un decir porque se la volé a mi mamá). Luego se la enseñé fuera del salón y… ¡ no contaba con que en esa escuela-prisión había cámaras! Y me vieron ahí “dizque traficando» cigarros. ¡Traficando!!!! Como si fuera yo un narco, por Dios. Y las niñas de esa escuela, que me alucinaban por no ser tan “correcta” como ellas me fueron a delatar.
Apenas era noviembre y la asesora (una bruja esa señora) me dijo que tenía que ir con el director.
Llegué y mi mama ya estaba en la sala de juntas (furiosa) con una excelente noticia: su hija era una malandrina que merecía el peor de los castigos: la expulsión era oficial. ¿Y qué hice yo? Primero defenderme. Luego llorar (a ver si jalaba el plan). Pero no jaló. Por primera vez mi madre se puso firme y no se rindió ante mis dramas y firmó la baja.
Salimos de esa escuela que se parece a la que vi en la película de Pink Floyd que tanto influenció la vida de mis papás, y mi mama me decía que tenia que hacer algo de mi vida. ¡Y pues que me mete de mesera al Tarletts!
Era todo un show ir los 7 días de la semana a servir café y estar de pie sin descansar. Entré ahí siendo menor porque el dueño del café es amigo de mi mamá (mi madre conoce a todo el mundo y eso no está tan cool porque todo el mundo me observa). Y lo peor es que me pagaban una miseria y no tenia tiempo para la fiesta. ¡El infierno en todo su esplendor!
Le pedí infinitas veces que me sacara: me hice responsable de cosas en la casa, me volví la más obediente hasta que se le hizo el corazón de pollo y me sacó.
Creí haber triunfado. Creí que ya no haría nada más que chatear y pasar un semestre sabático, ¡pero nooo! Un día mamá me llegó con la noticia de que iba a trabajar en un periódico. ¡Cool!, pensé. Porque en el periódico no corres el riesgo de quemarte con el café de un viejo lesbiano que te trata con la punta del pie. Total que acepté (no había de otra) y acá estoy ahorita, indicándome en la escritura (seré mejor que madre en breve). Ahora sé quién es Barbosa y Doger y otros políticos de acá de Puebla. Me entero antes que nadie de lo que pasa en el Congreso, en donde hay personajes muy cómicos como un tal José Juan que siempre la arma de tos como yo en mis clases jajaja. También tengo que revisar las conferencias de AMLO ¡por qué habla tan lento, me desquicia!
¡Ah!, pero no crean que no estudio.
Mi mamá, como buena madre preocupada por su hija, me metió a la única escuela en la que me aceptarían a estas alturas del año. Una escuela abierta en la que te enseñan lo mismo que en la otra (o sea nada) para pasar exámenes y acabar rápido la secu. Y voy solo los sábados. !yes!
Mi mamá no es la típica madre que cree que aprendes algo de provecho en la escuela. Ella cree que se aprende mejor leyendo y conversando y viviendo. Ella le hizo así y le va muy bien, pero bueno, también sabe que el papelito es importante porque si no luego no te dan trabajo.
Quisiera regresar a la escuela, pero a una que me guste. En donde no traten a los niños como tontos que no pueden opinar ni defenderse.
Por lo pronto voy a esa escuela abierta, en la que tengo compañeros muy raros, como un par de monjas. ¡Sí, de monjas!
No me encanta la idea de estar en una escuela abierta, pero es lo que tengo que hacer y me callo.