lunes, noviembre 25 2024

Memorial
Por Juan Manuel Mecinas

López Obrador y Calderón iniciaron una guerra discursiva fascista que descalifica al otro sin miramientos. Es una guerra en la que existe voluntad de borrar al “enemigo”; una lucha que parte de la incapacidad de reconocer la existencia y la valía de alguien que no soy yo. Así, discursivamente estamos más cerca de vivir en una selva que en una sociedad democrática.

No me gusta el país en el que vivo. No me gusta desde que Calderón y sus amigos tildaron a AMLO de ser un peligro para el país, ni desde que Krauze lo llamó Mesías tropical. Ambos, imagino que ingenuamente, pensaron que el tabasqueño callaría. Y el resultado lo conocemos.

Y no me gusta el país en el que AMLO descalifica a quienes protestan contra sus decisiones. No me gusta el país en el que “todo” empresario es un hampón, o en el que un periodista que discrepa es un soldado del antiguo régimen.

Tampoco me gusta en el país que condona impuestos a los ricos y obliga a cumplir la ley a los pobres. Mucho menos el país de las masacres, de los asesinatos, de las desapariciones; el país de la muerte.

Bien vale decir que llevamos quince años de ser un país desolado en la realidad y roto en el discurso. Si la realidad ya es bastante cruenta, es desesperanzador que el discurso muestre y ahonde las diferencias y desigualdades, y que denigre y descalifique a su emisor y a su receptor. No hay diálogo, sino encono. No hay encuentro, sino odio.

Los grupos políticos han sido incapaces de sentarse a reconstruir el país, precisamente porque no cesan en su afán de descalificar al otro y de señalarlo como enemigo. Este es un factor común en el mundo latinoamericano. No se negocia con “el otro”, porque si no se le reconoce existencia y valía, mucho menos se piensa en que es necesaria su aportación para democratizar el país.

Por eso, el gobierno no habla, no negocia, no ve ni oye a la oposición. No importa el color del grupo que gobierne. Este ningunea a la oposición, a pesar de ser una mayoría o minoría importante. Pasó con Calderón, que ni por asomo concilió lo que la elección, Fox, el presidente de la Corte y el Procurador habían roto: la regla democrática básica de que las instituciones no pueden jugar a favor de candidatos. Ellos no mandaron al diablo a las instituciones, sino que las utilizaron para frenar a López Obrador.

Pasó con Peña: en el Pacto por México, fue incapaz de mirar a todos. Le bastaban los votos de unos cuantos y con ellos contó. Olvidó a la oposición que no le beneficiaba y la corrupción lo cegó.

Y pasa con López Obrador, que da muestras de no querer tejer democráticamente, y querer aplastar con su mayoría. Pero esa mayoría a veces no alcanza y cae en ridículos, como en la designación de la Presidenta de la CNDH.

No me gusta el país en el que vivo porque las instituciones están casadas con el dinero. Han tenido más dinero que nunca durante los últimos quince años y sus resultados siguen siendo los mismos que tendrían con la mitad de ese presupuesto.

No, no me gusta el país en el que vivo. Es un país donde la realidad es difícil, pero igual de complicado es el discurso en el parece que uno no puede ser solo un ciudadano con una opinión, sino que hay que ser odiador profesional: de uno u otro bando. Se ha perdido la empatía por los grises y se acentúa la admiración por el blanco o por el negro. No hay contemplaciones, solo existen los extremos.

En esa maraña discursiva, la política se ha convertido en la formalización de las mafias y el proceso mafioso vive uno de sus momentos cruciales: o se estabiliza o se transforma en una democracia. Aún queda gente decente que aspira a que esta descomposición se detenga. El Presidente puede ser una de esas personas y en la oposición también existen grupos y políticas dispuestas a construir más y a destruir sin miramientos el sistema de corrupción en el que vivimos. Pero si quieren empezar por algo tendrá que ser por el discurso, por el lenguaje. No se puede descalificar al “otro” con un simplismo tan burdo como el de “chairo” o “fifí”. En un país donde hay cientos de miles de muertes, y donde la desigualdad es latente y las mujeres mueren sin distinción de clase, lo menos que necesitamos son calificativos que lancen quienes se sienten con mayor autoridad moral que el “otro”.

No deja de ser fascismo.

Llamar a otros fifí o chairo no deja de ser fascismo.

Fascismo y nada más que fascismo.

Eso, más la realidad, más las mafias, más la muerte.

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