La Quinta Columna
Por: Mario Alberto Mejía
Un señor canoso, de la tercera edad, entra a una librería de Buenos Aires, Argentina, con ese paso cansado que el tiempo les regala a los hombres y mujeres —neandertales o sapiens— de cualquier condición social.
Lleva en la mano derecha un periódico.
(Tratándose de Argentina seguramente era El Clarín).
Va de aquí para allá, revisa detenidamente los libros que descansan en los estantes, y su vista se detiene en una obra: Las Memorias del genial libertino Giacomo Girolamo Casanova.
¿Precio en pesos mexicanos?
189.
Ve el libro y seguramente sus ojos brillan.
(Ésta es una suposición, porque nuestro personaje lleva lentes oscuros que impiden ver las ráfagas que salen de los ojos lectores).
Sin dudarlo, toma el libro y lo acomoda entre las páginas de El Clarín.
Da unos pasos más y sale a la calle bonaerense.
Segundos después un vigilante lo alcanza, lo regresa a la librería, descubren su robo, filtran el video y se desata una estúpida campaña en su contra en las redes sociales.
Lo acusan de todo.
Incluso hay quien crea un hashtag: #EmbajadorRatero.
El lapidado se llama Ricardo Valero y es embajador de México en Argentina.
Ha sido siempre, faltaba más, un destacado internacionalista egresado de El Colegio de México.
(Ha dado cátedras inteligentes en la UNAM, el ITAM y el propio Colegio de México a lo largo de décadas).
Personajes conocidos por su pasado abyecto se le van encima por robarse un libro de 189 pesos.
Desde sus golpes de pecho, lo crucifican y le endilgan los peores calificativos.
Ellos que han saqueado el erario desde hace años, orinan sobre el prestigio de don Ricardo.
(Hubo incluso un analfabeto funcional llamado Paco Zea, locutor de Imagen, que también se le fue encima con su conocido estilo Neanderthal).
¿Cometió un delito realmente grave el embajador Valero?
Al presidente López Obrador no le pareció.
A mí tampoco.
Los ladrones de libros como él hay que cuidarlos.
Dinero no le faltaba.
¿Por qué lo hizo?
Seguramente había una larga fila que quiso evadir o tomó el libro como decenas de veces lo hizo el gran Roberto Bolaño: por el puro placer de hacerlo.
El autor de 2666, considerada por 81 críticos como la mejor novela del Siglo XXI, era un consumado ladrón de libros.
Él mismo lo cuenta en una crónica hilarante.
Le dejó al hipócrita lector algunos fragmentos:
“Los libros que más recuerdo son los que robé en México DF, entre los dieciséis y los diecinueve años, y los que compré en Chile cuando tenía veinte, en los primeros meses del golpe de Estado. En México había una librería extraordinaria. Se llamaba Librería de Cristal y estaba en la Alameda. Sus paredes, incluso el techo, eran de vidrio. Vidrio y vigas de hierro. Examinada desde fuera, parecía imposible poder robar un libro allí. Sin embargo, la tentación de hacer la prueba pudo más que la prudencia y al cabo de un tiempo lo intenté. “El primer libro que cayó en mis manos fue un pequeño tomo de Pierre Louÿs, con hojas delgadas como papel de Biblia, no sé ahora si Afrodita o Las canciones de Bilitis. Sé que tenía dieciséis años y que Louÿs se convirtió en mi maestro durante algún tiempo. Después robé libros de Max Beerbohm (El hipócrita feliz), de Champfleury, de Samuel Pepys, de los hermanos Goncourt, de Alphonse Daudet, de los mexicanos Rulfo y Arreola, que entonces estaban, a su manera, activos, y que por lo tanto era factible que hasta yo me los pudiera encontrar una mañana cualquiera en la abigarrada avenida Niño Perdido…
“(…) De esas brumas, de esos asaltos sigilosos, recuerdo muchos libros de poesía. Libros de Armado Nervo, de Alfonso Reyes, de Renato Leduc, de Gilberto Owen, de Huerta y de Tablada, y de poetas norteamericanos…
“(…) A partir de entonces (…) pasé de ser un lector prudente a ser un lector voraz, y de ladrón de libros me convertí en atracador de libros. Quería leerlo todo…
“(…) Contra todas las predicciones, mi carrera de atracador de libros fue larga y provechosa, pero un día me atraparon. Por suerte, no fue en la Librería de Cristal sino en la Librería del Sótano, que está o estaba enfrente de la Alameda, en la avenida Juárez, y que como su nombre indica era un sótano de proporciones considerables en donde se amontonaban relucientes las últimas novedades llegadas de Buenos Aires o de Barcelona. Mi detención fue ignominiosa. Parecía como si los samuráis de la librería hubieran puesto precio a mi cabeza. “Amenazaron con expulsarme del país, con propinarme una madriza en el sótano de la Librería del Sótano, lo que a mí me sonó como si aquellos neofilósofos hablaran entre ellos de la destrucción de la destrucción, y al final, tras una larga deliberación, me dejaron en libertad no sin antes apropiarse de todos los libros que yo llevaba”.
Hasta aquí la larguísima pero genial cita.
Don Ricardo Valero merece ahora todo mi respeto —ya lo tenía—, porque es de la estirpe de Bolaño.
Los que se han ganado toda mi repugnancia son los que, sintiéndose muy puros, se desgarran las vestiduras tras este acto surrealista.
No se preocupe, don Ricardo: algunos de sus imbéciles críticos son unos ladrones hechos y derechos.
(Empezando por Felipe Calderón).
Usted es un caballero que sólo roba libros.
Y hasta eso baratos.