viernes, noviembre 22 2024

por Alejandra Gómez Macchia 

El mexicano promedio es pachanguero y preconiza el jolgorio, siempre, anteponiendo el placer sobre el riesgo.

Alguien nos dijo, desde hace mucho tiempo (quizá Orson Welles), que somos un pueblo que sabe burlarse de la muerte, que somos solícitos a la hora de prestar nuestras energías en aras de preservar las tradiciones. El día de muertos es una de esas fechas que nos ponen en la lupa mundial por el aparente desparpajo con el que tomamos la vida, pero sobre todo, la muerte y su tránsito. Las casas se llenan de color, de aromas, de flores en pequeños o grandes altares dedicados a nuestros difuntos de confianza.

Eso es lo que se ve desde fuera. Ahora, con las redes sociales es mucho más notorio; las mujeres se disfrazan de catrinas y suben sus fotos con los más elaborados maquillajes a lo “José Guadalupe Posada” con sus respectivas y variopintas variaciones. Hay catrinas que más bien parecen los restos de algún habitante de Chernóbil, fosfo-fosfo; es decir, que su estética pasa por un tratamiento de tintas neón que hacen parecer al cadáver una criatura radiactiva.

Todo está muy bien. ¡Qué hermosa tradición!, Qué pintorescos somos los mexicanos, qué alegres y qué felices; qué irónicos a la hora de apechugar la ausencia de nuestros seres queridos asumiendo que esa noche vuelven a comer tamales, moles; a beber tequila y a fumarse unos Delicados. Somos, sin duda, una raza irreverente (al mejor estilo Mecánica Nacional).

O al menos eso parecemos hacia el exterior.

Pero… las cosas no son tan perfectas. La realidad es que la tradición dista mucho del verdadero discurso interior de cada mexicano pues, a la hora de la hora, al momento de los madrazos, no somos tan sarcásticos: tememos a la muerte como todos le temen; como le teme un teutón o un chino. Y no, no estamos preparados para morir o ver morir.

Cuando un familiar sale con los pies por delante de su última misa, las viudas se rasgan las vestiduras, los niños se sacan de onda, las plañideras ejecutan su arte con maestría y entre los familiares comienza la rebatiña de bienes.

No somos una comunidad blindada ante el dolor de la pérdida. Tampoco “nos burlamos de las desgracias”, sino todo lo contrario.

El drama mexicano es mucho más profundo que en otros países. Morimos de forma indigna al llegar a una vejez huérfana: abandonados y generalmente jodidos porque “es muy mexicano no ahorrar para el futuro, no prepararnos para el frío del invierno porque Dios proveerá”.

Y es que si hay algo cierto eso es que vivimos (mientras vivimos) en una tierra generosa en la que nadie se muere de hambre porque uno estira el brazo desde la hamaca y baja del árbol un mango o un aguacate o un plátano.

La tragicomedia mexicana sucede más bien cuando, a sabiendas de que nuestro futuro es mucho más incierto que el de los suecos o el de los nipones, insistamos en asumir un estoicismo de papel picado.

Este año ha endurecido los rasgos más nefastos de todas y cada una de las razas, y en el mexicano ha quedado más expuesta que nunca nuestra ignorancia y la terquedad que nos precede.

Llegó el puente de muertos en una época cuando en Europa comienzan la segunda fase de confinamientos porque el virus no ha cedido ante las medidas que se han tomado. Y la gente dice: Europa está muy lejos… tal como decíamos a principios de años, antes de que el COVID viajara rápidamente en avión hasta llegar a nosotros y convertirnos en sus mejores clientes.

Pero la fiesta es la fiesta, decimos los mexicanos. Y no, nuestro país no aguantaría otra fase de confinamiento sin que la economía colapse ahora sí irremediablemente.

Porque tenemos un gobierno terco, bullanguero, cantinflesco, que como dice una cosa dice otra.

La cantidad de gente que se aglomeró en los centros y en las playas durante este puente parece olvidar que, de hecho, no hemos salido siquiera de la primera contingencia. Sin embargo, el encierro y la falta de convivencia con los demás amenazan con aniquilar nuestro espíritu tequilero.

Ahora esperemos las nuevas cifras (matizadas por el cuentamuertos oficial) de contagios.

Mientras eso pasa, preparemos desde ya las caravanas del 12 de diciembre a La Villa, para dar gracias que seguimos vivos los que decimos estar vivos; y para ofrendar una buena cantidad de lágrimas a los que el virus se llevó. Al fin que somos mexicanos y a nosotros la muerte “nos la pellizca”. A menos eso pensamos mientras salimos de Halloween y estrechamos sendas copitas de mezcal y otros brebajes espirituosos.

No cabe duda que somos un pueblo de fe. De harta fe.

Y de muertos que no hace ruido, llorona…

 

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