Dharma, trazos desnudos y otras cosas rotas
por Alejandra Gómez Macchia
La conocí hace unos meses para hacer una sesión fotográfica en Morada La Noria y Casa Restauro, dos lugares maravillosos que ofrecen lofts de alto diseño para descansar.
La había visto en su página de Instagram; una chica de veintiún años con un imán sexual nato, pero a la vez desconcertante dada la levedad de sus miembros que parecen hacerla flotar y afantasmarse. Su cabello corto, una silueta delgadísima y piel alabastrina. Parecía salida de un cuadro de Balthus, esos que ahora son censurados de los museos porque las modelos son en su mayoría adolescentes inundadas de humores dionisiacos.
Pensé que su nombre era lo que se conoce como un “nom de plume”; un seudónimo o nombre artístico.
Dharma significa en sánscrito algo así como Ley divina, y en el hinduismo se refiere a todo aquello que salvaguarda el bien individual y colectivo. Digamos que el Dharma es lo que equilibra las malas y las buenas acciones, como una especie de apapacho que acompaña al Karma, ley que te hace ajustar cuentas con la vida.
Llegó a la habitación en donde realizaríamos las fotos vestida de jeans y una playera suelta. Una niña, pensé. Y tuve que abrir de nuevo el Instagram para comprobar que fuera la misma persona.
No porque las imágenes de la red social hubieran sido ajustadas a un tratamiento de filtros y cosmética recargados, no, pues en sí, en casi todas las fotos aparece al natural, tan al natural que la ropa parece un estorbo.
Su cuerpo alejado absolutamente de las tendencias caníbales de nuestro tiempo.
Una chica Balthus, reparé de nuevo.
Mientras la peinaban escuchaba su voz de una tonalidad dulce, casi mustia, de bajos decibeles. Recatada en sus movimientos, alejada de imposturas.
Para la sesión pensé en medias, ligueros, tangas, batas de satén, maquillaje cargado, pestañas Betty Boop y cabello a la Dita Von. Quería aprovechar el desparpajo y la soltura que demostraba en su galería personal, pero de alguna u otra manera pervirtiendo un poco esa candidez lastimosa.
Al poco rato de nuestro encuentro supe que le gustaba la pintura y que había escrito un libro de poemas a raíz de la muerte de su padre.
Busqué entonces sus trabajos, imágenes de las pinturas, y noté en sus trazos la misma dualidad que en su propia persona. Influenciada por el surrealismo y el Camp, Dharma ofrecía una obra sincera cargada de cuestionamientos filosóficos y estéticos.
Leí también uno de sus poemas; y noté que lo que tenía frente a mí era una carta de amor sin faltas de lenguaje, una elegía amorosa a la figura masculina más importante de su vida.
Llegado el momento, Dharma estuvo lista para arrancar la sesión.
Dispuse sobre la cama los vestuarios; mínimos, sutiles. Y de repente la chica silente salió de un capullo y mostró toda la fuerza de su potencial sensual precedido por sus dos puñales de hoja damasquina.
Modelar no es sólo aspirar a la belleza suprema. Es abrirse en canal y maridar la luz con la oscuridad; transmitir un mensaje mediante el dominio del cuerpo. Usufructuar el capital erótico para defenderse del ataque.
Recordemos que la fotografía es una invasión; el fotógrafo dispara un arma y vulnera a su presa. En los retratos el fotógrafo pasa de ser un simple voyeur a una especie de taxidermista que intenta disecar a su objetivo previo a la operación de extirparle un trozo de sí mismo, y en determinado momento debe elegir entre la fotografía y la vida… y gana siempre la primera. Si la intención fue mostrar la belleza y comodidad del lugar, Dharma llegó para romper con los planos preestablecidos y se convirtió en el epicentro del evento echando mano del instrumento más eficaz de poder que existe: el eros.
Fotografiar también es una forma de confinamiento. Un acto intimista, más allá del cuidado estilístico o de las formas equilibradas de una figura armónica.
Fotografiar es apropiarse por un instante de aquello que se capta mediante el objetivo.
El procedimiento fue un acto silencioso. Sólo el pitido de la cámara y el temporizador del flash rompía con esa tensión necesaria que requiere para duplicar el mundo, y si es posible, mejorarlo.
En situaciones como estas pueden darse dos escenarios: que la modelo se inhiba y se esconda detrás de los cánones preestablecidos o que la modelo se desnude y rompa la distancia entre los espejos para hacer posible un acto místico. Si algo sabe o intuye Dahrma al momento de danzar con su sombra o sumergirse en los vapores del agua, eso es que el mejor catalizador de la sensualidad es la transgresión.
Franca Sozzani, la maga detrás de las vanguardistas y polémicas portadas de Vogue Italia, dio en el clavo cuando alejó a sus modelos de la comodidad del estudio y el ciclorama para llevarlas a vivir la pesadumbre del lodo.
Ya decía Bataille que la esencia del erotismo es el ensuciamiento.
Y en este punto cuando el nombre de nuestro personaje adquiere mayor sentido: Dharma es ella y otra; cerca, lejos y dentro del reflector.