sábado, noviembre 23 2024

Limpiar la casa no es empujar furiosamente la escoba hacia los rincones donde se congrega el polvo que se acumula con los años.

No es tampoco deambular con la cubeta y el trapeador por todas las habitaciones tratando de dejar los pisos impecables.

No es sólo abrir la alacena y sacar latas caducas.

No es tomar con pinzas una tortilla rosa a la que le ha crecido un microcosmos de bacterias que bien pudieran ser el principio de nuestro propio antibiótico.

No es romper las fotos que nos regresan a instantes felices que ya no lo son más.

No es reacomodar los libros o los discos en otro lugar, ni pulir el plaqué o restaurar el marco de un cuadro arrumbado.

Limpiar la casa no es el pasatiempo favorito de los obsesivos.

Tampoco es un castigo que se le impone al hijo desobediente.

Limpiar la casa es, en el mejor de los casos, una actividad que tiene más que ver con el estado de nuestras mentes.

¿Qué queremos arrasar con la escoba y con el trapeador?

¿Qué imagen pretendemos borrar al frotar un periódico húmedo sobre el espejo del baño?

¿Qué huellas podemos borrar del piso con la fricción del mechudo?

Limpiar es una actividad a la que cada quien le impregna su propio filin.

Cada quien limpia por una razón diferente y esa razón lleva siempre un mensaje ulterior.

Cada quien limpia como mejor le acomoda: algunos limpian por episodios y con pausa. Otros se toman toda una jornada sin parar hasta que la limpieza se convierte en ejercicio anaeróbico.

Dicen por ahí que los locos limpian con compulsión, pero, ¿acaso no existe otra casta de dementes que muy al contrario de limpiar acumulan mugre al mismo tiempo que su cabeza colecciona traumas?

De niña no tenía mucho problema con que mi cuarto estuviera tirado.

Podía meter la ropa hecha bolas dentro del closet, y con tal que el exterior se viera ordenado, no me importaba que en las fauces de los cajones hubiera un caos.

También aventaba zapatos y otros objetos bajo la cama.

Como quien dice, yo era experta en ocultar mis desastres.

Pero siempre llegaba el día en que esos desastres eran inocultables y tenía por fuerza que trabajar el doble al ir sacando todo lo acumulado en cajones y repisas. Entonces no me quedaba de otra que empezar a tirar cosas sin pensarlo demasiado.

¿Cuántos objetos preciados se fueron al sesto de la basura porque pensaba que jamás volvería a usarlos?

¿Y cuánta de esa basura no era basura sino simples recordatorios que conformaban en ese entonces mi pasado reciente y que hoy serían parte de un pasado remoto que sería bueno refrescar para echar mano de él en el arte de no equivocarse?

A mis 36 años me he convertido en una loca de la limpieza.

Limpio todo el tiempo lo que veo enfrente.

Levanto el traste que acabo de utilizar casi al unísono del último bocado.

Si cae una gota de café al suelo, corro por la jerga y la lavo.

Me levanto y tiendo la cama como queriendo aprisionar mis sueños bajo las sábanas. No soporto una gota de pasta de dientes en el lavamanos.

Fumo copiosamente, pero cada colilla que queda del cigarro voy y la tiro al bote más lejano. Luego, inmediatamente después de fumar, enciendo un humidificador con esencias de té verde para que la casa no apeste a alquitrán.

Limpio mi entorno para sentir que el aire fluye, pero, ¿cómo fluyo ahora a comparación del tiempo en el que retacaba los cajones y camuflaba el desmadre detrás de las cortinas?

Es una respuesta que no quiero contestarme porque podría ser laberíntica.

Mejor sigo limpiando y punto.

Hace unos momentos me puse a acomodar varias cajas que tenía dentro de una bodega y en el fondo de una de ellas vi atorada una postal.

Es una postal que trae impresa la portada del “Dark side of the moon”, que es uno de mis discos favoritos.

Estuve buscando esa postal durante años porque era precisamente la postal que no se encontraba dentro del sobre de varias postales de Pink Floyd que vienen en una caja conmemorativa.

¿En dónde habrá quedado la puta postal del Dark Side?, me pregunté por años.

Un buen día simplemente la di por perdida.

Sin embargo hoy, sin querer, regresó a mis manos.

La rescaté de la comisura de la caja y le di vuelta. Cuál va siendo mi sorpresa… tenía algo escrito al reverso.

Esa letra no es mi letra, pensé. Y de inmediato reconocí la procedencia de esos extraños jeroglíficos.

No revelaré el nombre de la mano que escribió sobre la postal, pero sí diré que el dueño de esa mano me quiso mucho durante un tiempo.

Me quiso tanto que a la hora de anunciarle que me iría a otro lado sin él, el dueño de la mano olvidó lo que me quiso y su cariño se volvió rencor y odio, pero antes de que el dueño de la mano que escribió en la postal diera por inaugurada su campaña de desprecio hacia mi persona, escribió unas líneas que si bien no son un desplegado de erudición ni tampoco son frases que no se hayan pensado ni escrito antes (y por su puesto están muy lejos de aspirar a ser buena poesía), su valor reside en la sinceridad con las que fueron escritas.

El dueño de la mano tomó esa postal de la caja conmemorativa de Pink Floyd y garabateó esas líneas para que un día yo las leyera arbitrariamente.

Esto ha de haber sucedido hace unos diez años.

Lo que dice en la postal no es otra cosa más que una sentencia que según él, el tiempo se encargaría de ejecutar. Y pasó. Pero lo inesperado del asunto es que no pasó con los personajes que cruzan la carta.

Palabras más, palabras menos, habla de la posibilidad (casi remota) de que dos almas que se amaron puedan volverse a tocar, pero en otro estadio, en otra tesitura, algo tan incomprensible como que un amor que transitó por el escándalo y la vorágine de las pasiones, algún día pueda llegar transfigurarse en una amistad que pase todas las pruebas del ácido.

De la mano que escribió detrás de la postal sé muy poco, casi nada. Llevamos diez años siendo los más perfectos desconocidos, sin embargo, el destino no mató al mensajero y hoy el mensaje me llegó entre trapeadores, escobas y cajas de cartón.

Limpiar es también una forma eficaz de traducir mensajes desesperados que fueron arrojados al mar en una botella.

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