domingo, diciembre 22 2024

Cuando empieza un año, uno acostumbra a hacer propósitos aprovechando el “borrón y cuenta nueva” que presupone el fin de un ciclo.

Llega diciembre y todo lo que no se ha cumplido puede pasar al archivo de lo traspapelado.

El jolgorio delirante eclipsa aquello que se quedó a la mitad o que simplemente no sucedió. También puede pasar que echemos al olvido lo que nos ocupó tiempo valioso y que simplemente no prosperó por ser una necedad.

“Sabrá Dios” (como decía Álvaro Carrillo) por qué hay cosas o proyectos que pese a nuestros esfuerzos, nacen para morir malogrados.

La navidad causa sentimientos encontrados: por un lado puede obrar el milagro de algún tipo de reconciliación; y por el otro, puede suceder que nos desvele –al fin– la fatídica fecha de caducidad de aquello por lo que se trabajó arduamente sin obtener los resultados deseados.

Hay años clave en la vida de un ser humano, y nuevamente regreso a Carrillo: “sabrá Dios” lo que nos depare el que viene.

Pero mientras eso pase (o no pase) uno trata de organizar su tiempo milimétricamente, pragmáticamente, anhelando que nada de lo que consideramos confortable, benéfico o fecundo, cambie.

Uno no quiere jamás que el hijo enferme o que la pareja nos abandone o que los bolsillos se vacíen.

Hasta hoy no he tenido el gusto de conocer a alguien tan intrincadamente pesimista como para hacer una lista de despropósitos de año nuevo, sino todo lo contrario, hacemos listas mentales o físicas con propósitos que puedan ser medianamente realizables… aunque ya se sabe que al final del año esa lista, por lo general, habrá sido arrumbada, y sus postulados tergiversados a conveniencia del iluso que la escribe.

Cito “Sabrá Dios” de Álvaro Carrillo por mero placer bohemio, y no porque en realidad crea que existe un Dios que todo lo sabe y que sea capaz de manipular el escenario en el que nos movemos (tan torpes) cotidianamente.

Me gusta mucho ese bolero por una suerte de endosarle a alguien los yerros que se puedan tener a partir de nuestras decisiones.

Lo que sí es cierto es que “uno no sabe nunca nada”.

Este año dejó el mundo de los vivos un extraordinario amigo el cual fue hijo de uno de los fundadores del trío “Los Tres Ases”. Así pues, con Héctor González Luna solía escuchar durante horas ese bolero que el día de hoy resuena en mi cabeza como un mantra sagrado.

“Sabrá Dios, uno no sabe nunca nada”.

En los últimos tres días he puesto esa canción unas cincuenta veces. La he cantado, la he tarareado, y he sacado conclusiones arbitrarias sobre ella.

“Y debo estar loco para atormentarme sin haber razón, pero voy a luchar…”

Pero, siendo francos: ¿cuánto tiempo persiste un ser humano en la lucha contra su propia monstruosidad?

Este años que se va lo empecé como cualquier otro: esperando que los acontecimientos se sucedieran de una forma natural, sin demasiada entropía.

Y como cada año no hice una lista de propósitos por la simple y llana razón de que jamás los cumplo.

Terminando la vorágine de las fiestas y los convivios me puse a trabajar en un proyecto que vio la luz en mayo. Trabajé en él desde la seguridad que te otorga contar con un techo y una familia y cierta estabilidad económica. El proyecto salió adelante. La revista comenzó a circular. Con ese hecho sentí que el año sería un gran año, sin embargo, al mismo tiempo que emprendí el proyecto de la revista, convoqué otras tormentas. ¿Y por qué no habría de hacerlo si llevaba años mirando desde la ventana a todos esos valientes que salen a bailar bajo la lluvia sin miedo a empaparse o a que un mal rayo los parta?

La tormenta y el rayo llegaron puntualmente, y con precisión de cirujano llegaron también los daños colaterales que traen consigo los cambios radicales: devastación del entorno, mutaciones, pestes y erosiones.

Han pasado los meses y la tormenta ha cedido paso a una calma desesperante.

El tiempo se escurre por las esquinas del calendario y “Sabrá Dios” cuánto falte para que las aguas retomen su nivel.

Ya no hay oráculos confiables porque tanta luz nos impide leer bien las estrellas, y las pitonisas son farsantes que nunca le atinan cuando te dicen: “conocerás a un hombre alto, flaco y sin bigote. Y será el amor de tu vida”.

Nos pasa a todos todo el tiempo: primero va el sueño, luego el proyecto, luego la construcción, luego el derrumbe, y luego la restauración.

Y en medio de todo ese trabajo artesanal no falta nunca el tornado que amenaza con llevárselo todo de nuevo.

Gajes del oficio.

Uno no sabe nunca nada…

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