domingo, diciembre 22 2024

TALA/ por Alejandra GómezMacchia

Hoy desperté, y de pronto hice lo que ya nadie hace: encender la televisión.

¿Qué busco en el zapping? ¿Videos, una película, un capítulo nuevo de la serie de narcos? ¿Noticias?

Noticias. Sí.

Javier Duarte está a un paso de la libertad porque el nuevo sistema penal acusatorio le viene de maravilla. No han encontrado a los 43 de Ayotzinapa y Sergio Mayer, oh sí, encabezará la comisión de cultura en el congreso.

Veo las noticias y me deprimo. Es deprimente lo que sucede en México, sin embargo, hay que estar informados. Nada mejor que estar informados, pero, ¿informados por quién? ¿Qué es un periodista? ¿Qué es un periodista mexicano? O mejor dicho, ¿qué se traen los periodistas que aparecen en la televisión? ¿Y los que no aparecen? ¿Y los periodistas sin medio, qué traen?

¿La verdad?

¿Qué es eso?

¿Qué ruido es ese?

¿Qué buscan, para qué viven los periodistas?

El narrador omnisciente del libro que tengo en las manos dice: “Los periodistas viven de encontrar pruebas para chingar a los políticos”.

Hace meses que no encendía la tele y menú es lamentable: Loret de Mola grita más de lo que informa y lo más importante en su noticiero son sus calcetines fluorescentes. Loret no informa no porque no pueda. Ellos, los periodistas, pueden. Siempre pueden. Su carrera es más larga que la de los políticos (si sobreviven a estos).

No informan porque no deben. No conviene. Acá no. En México no. Imposible. Aquí, o te aclimatas o te aclimueres.

¿Qué es un periodista mexicano en tiempos del narco? ¿Qué eran los periodistas mexicanos en tiempos del viejo y nuevo PRI? ¿Y los periodistas de la alternancia? Y lo más importante: ¿qué será de ellos, de los periodistas, a partir de ahora, con la así llamada cuarta transformación? ¿Qué es un periodista crítico? ¿Uno imparcial? ¿Existe la imparcialidad en el periodismo? ¿Cuántos periodistas mueren al año?

No mueren los Loret ni los López Dóriga, ni los Marín, ni los Dresser ni los Gómez Leyva.

Mueren los otros. Los incómodos. Y no mueren: los aniquilan. Los levantan. Los desaparecen. Los torturan, los meten en tambos con ácido. Los destazan.

A ellos: los periodistas “justicieros” que son una piedra en el zapato.

Pero ojo: también mueren los que se han dejado llevar por la codicia y se pasaron al otro bando: los periodistas que perdieron el norte y se volvieron parte de la mafia que debían exhibir.

Mueren aquellos que recuerdan (entre sus grabadoras y sus blocs de notas) que estudiaron comunicación, no para programar canciones en la radio ni para dirigir programas de revista. Un buen periodista es en esencia un gran entrometido, un metiche, un chismoso profesional. Un hombre o una mujer que, ante todo, duda. Que quiere saber más que los demás antes que todos. Que desea encontrar el oro en la mierda o la mierda en el oro (que no es lo mismo pero es igual).

Al terminar la lectura de “Todos los miedos” busco en internet la lista de los periodistas asesinados en nuestro país. El primero que aparece es Vicente Segura Argüelles. Fue asesinado el 25 de diciembre de 1860. Alguien arruinó la navidad de esa pobre familia. Argüelles escribía en un medio igualmente desaparecido: “Diario de avisos”.

Los correveidile son una subespecie de reportero. En internet no se encuentran artículos sobre alguna actividad parecida al periodismo en nuestro México prehispánico, sin embargo, es seguro que existía esa figura. La figura del preguntón, del que iba de señorío en señorío criticando al mal gobierno. Porque claro que hubo mal gobierno en la patria tenochca. El poder corrompe desde que el hombre es hombre. ¡No, antes!, desde que el gorila más avispado de la manada se dio cuenta que con el hueso de un compañero caído podía matar a los demás gorilas. Y dominarlos.

El gorila avispado se volvió entonces el jefe sólo por haber descubierto arbitrariamente que de un golpe bien dado podía acabar con los demás. El que pega primero pega dos veces… y ese manda.

Ahí el gorila deja de ser gorila y se volvió humano. Evolución, le llaman. El gorila alfa aprende rápidamente a detentar el poder y se instauran las jerarquías. Posterior a esa escena que seguramente recuerdan como la obertura de “2001: odisea del espacio” de Kubrick, sucedió otra imagen que no vimos: la de un gorila curioso que, horrorizado por el crimen, fue y le dijo a los demás gorilas lo ocurrido. He ahí entonces el primer periodista de la historia (o la prehistoria). La figura incómoda, el enemigo del poderoso que abusa de su posición.

Continúo en Wikipedia. Voy hasta abajo de la lista. Es inmensa. Todo un panteón.

El último nombre que aparece hasta hoy, hasta este momento, es el de Mario Gómez: chiapaneco. Escribía para El Heraldo de Chiapas. Vivió su último día el pasado 21 de septiembre. No murió por causas naturales. La lista lo acota: murió asesinado como todos los demás periodistas de la lista.

Quizás no nos enteramos de que Mario Gómez fue asesinado hace una semana. No fue un caso muy sonado porque ni Loret ni Ciro ni la gente de Reforma o de El Universal le dieron juego a la nota. Periodistas que ya no se inmutan ante la muerte de un colega pues… es lo normal. Es tan cotidiano y rutinario como tomarse un Nescafé al despertar.

En México ya nada nos sorprende. O sí: nos sorprende que nos sorprenda algo.

Eso sí que es sorpresa.

O lo que nos sorprende, nos sorprende unos instantes: en lo que tomamos el smarphone, abrimos el Facebook o el Twitter, y por un momento nos volvemos, todos, opinólogos e indignados profesionales, y posteamos: “¿Otro periodista muerto? ¿En qué país vivimos? Esto es insostenible. ¡México, me dueles! Esto está por reventar”.

A continuación damos “refresh” a la línea del tiempo de las redes: un espacio luciérnaga e intermitente en el que las noticias duran tan solo dos segundos antes de caducar.

Antes se decía: “no hay nada más viejo que un periódico a las diez de la mañana”. Pues bien: ahora no hay algo más viejo que indignarse tres segundos por un asesinato antes de que un escándalo político o una fake news o un meme estúpido aparezcan de súbito en nuestros muros. ¡Ya está!, un periodista muerto no es más que un pobre periodista. Y no sólo los periodistas; también las amas de casa, los fans de un equipo de futbol, las chavas de la telesecundaria, la trabajadora de la maquila o la estudiante de la UNAM. O nuestra madre, o nuestra tía o nuestra hija.

¿Qué es el espanto?

Dar un grito, o mejor dicho, que ese grito se malogre en la garganta y muera antes de codificarse.

¿Qué es el miedo?

Es un estado de alerta. Es la luz amarilla antes de cruzar hacia el lado oscuro. Es sentarse aquí a leer frente a otras personas que también tienen su dosis de temor. El miedo no es otra cosa que una serie de reacciones químicas que desata el cuerpo ante la amenaza. Uno le tiene miedo a lo desconocido, pero ahora también a lo conocido. Uno nunca sabe si el buen hombre que está a nuestro costado de repente se vuelva un hijo de puta y nos encaje un cebollero por la espalda.

La gente de antes le temía sobre todo a los castigos celestiales. Desde que el ser humano inventó las religiones, descubrió simultáneamente el arma más infalible y mortífera. La que mata lentamente. Un veneno eficaz que se puede administrar a cuenta gotas. Shakespeare algo sabía de esos brebajes: de la intriga, de enloquecer a un tercero por medio de un mecanismo que va de lo sutil a lo grotesco : el miedo.

Supongamos que no he leído el libro que amablemente me invitaron a presentar. No es el caso. Odio esa maldita manía que tienen algunos escritores mexicanos cuando los invitan a presentar un libro: aceptan la invitación porque simplemente no saben decir que no y quieren beber vino gratis. Critican, a priori, al autor del libro. Se sientan en su sillón y lo hojean. La envidia los corroe, los mata. Cierran el libro y se ponen a beber. Luego un día antes de la presentación buscan reseñas para medio saber de qué va el libro. Llegan a la presentación. Saludan al autor. Esperan robarle cámara al autor, y acaban hablando de todo menos del libro. Hablan casi siempre de las briagas maravillosas en las que han coincidido. Hablan de sus desencuentros y reconciliaciones. Hablan de las mujeres que compartieron, y si pueden, hablan de sí mismos la mayor parte del tiempo. Y total, nunca abundan en la obra. ¿Por qué? Porque el ego de un escritor que presenta a otro escritor es un ego corrompido por la envidia. Ese también es uno de tantos miedos. El miedo al éxito ajeno. El miedo a que el otro haya escrito algo brutal. Así como es brutal es la indiferencia de la que somos presa todos al ya no sorprendernos de que se encuentren camiones con cientos de cuerpos inertes buscando una tumba.

Admiro profundamente a Pedro Ángel y respeto mucho su trabajo. Por eso estoy encantada de estar acá, y estuve encantada y conmovida y excitada y dolorida al leer su libro.

Leí “Todos los miedos” de un tirón. No pude soltarlo porque desde el primer epígrafe me atrapó. Sobre todo porque de un tiempo para acá no sólo los periodistas tienen miedo. Todos lo tenemos a mayor o menor escala. Por una circunstancia u otra. Tenemos miedo del miedo, de lo que significa y lo que se supone que es.

Cito el epígrafe: “Ser gobernado es ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, numerado, reglamentado, reclutado, adoctrinado, sermoneado, controlado, comprobado, calibrado, evaluado, censurado, mandado por criaturas que no tienen derecho, ni la sabiduría, ni la virtud para hacerlo” (Prundhon).

En los últimos años se han escrito muchos libros sobre el crimen organizado. Sobre la persecución, desaparición y asesinato de periodistas en México. También sobre feminicidios y desapariciones forzadas. Sobre trata de personas. Libros periodísticos escritos por periodistas que arrojan estadísticas y datos duros. Durísimos.

También hay otros libros: los literarios. Aquellos que nos muestran la problemática desde la ficción con un estilo poco (o muy) depurado según el autor. Libros escritos por escritores y no por periodistas. Esos libros adoptan otro matiz pues el lector sabe que está “inspirado en hechos reales”, sin embargo, la trama es suavizada o bien exagerada hasta el delirio. En las librerías, las así llamadas “narconovelas” están expuestas en las mesa principal. Son las que más se venden. ¿Por qué? Porque salvo pocas excepciones, la mayoría satiriza a los narcos convirtiéndolos en personajes inolvidables. Hay una gran frivolidad a la hora de abordar un tema que, en lugar de crear consciencia, tergiversa la realidad y la caricaturiza hasta lo risible, hasta que se vuelve chunga. Y eso nos gusta: nos gusta reírnos hasta de la muerte.

“Todos los miedos” rompe con esas tradiciones. Es una crónica vertiginosa sobre un día en la vida de la periodista Daniela Real, o más bien, sobre el último día de su vida.

Si algo sé de Pedro Ángel, es que es un lector obseso. Devora libros. Todos los que le caen en la mano. E intuyo que, por supuesto, el Ulises de James Joyce y Mrs. Dalloway de Virginia Woolf están entre sus imponderables. Pues bien: “Todos los miedos” es el Ulises de Palou.

En “Todos los miedos” los periodistas hablan como en realidad hablan los periodistas mexicanos: con una mezcla de coloquialismos y lugares comunes. Daniela Real vive donde viven la mayoría de los periodistas capitalinos: en la frontera de la Narvarte con la del Valle. Asimismo, personajes como el subprocurador, quien jugará uno de los papeles torales en la historia, vive en Polanco.

¿Para qué hacer esta observación?

Voy aventurarme a decir que, tal como en “La región más transparente” de Carlos Fuentes, la ciudad es también un personaje principal. Un personaje ora monstruoso, ora generoso que, o bien te guarece, o bien te lapida. Una ciudad que como bien dice Pedro: “permanece despierta, viva, incombustible”.

La acción de la novela sucede en un solo día. El día “D” de una periodista mexicana a la que alguien, un “alto mando”, pretende desaparecer por haber llegado muy lejos en su trabajo de investigación sobre trata de personas y feminicidios.

En este punto quisiera volver a abrir un paréntesis: también las librerías están llenas de libros así. Libros de periodistas –como el propio personaje de Daniela Real– que al no poder publicar libremente sus pesquisas en los medios de comunicación donde trabajan, se ven en la necesidad de buscar espacios en las grandes editoriales para dar a conocer sus historias. Y sí: en la mayoría de los casos esos libros son documentos extendidos de los reportajes que simplemente no se les permiten publicar en periódicos o medios electrónicos, pues los dueños o directores de esos periódicos están, o bien amenazados por los hampones, o hasta coludidos con ellos. Hay un extraño maridaje entre el poder y la información. Y los periodistas, hasta los más justicieros, también operan desde sus trincheras para conseguir su porción de poder.

Se llama Daniela Real, pero bien puede tratarse de cualquiera de las periodistas mexicanas que han caído en los últimos años a causa de algo imperdonable: buscar la verdad, aunque la verdad descarrile a los más poderosos. Pienso entonces en casos como los de Ana Lilia Pérez, a quien tuve la oportunidad de escuchar en la Feria del libro de Guadalajara de hace dos años. Ana Lilia fue invitada a una mesa de debate que precisamente se trataba sobre los riesgos de ejercer el periodismo de investigación en México. Hay que decir que Ana Lilia llegó ese día custodiada por un grueso equipo de seguridad y que a la fecha sigue prácticamente escondida por las amenazas que ha recibido de los cárteles a los que exhibe en sus libros.

Daniela Real es entonces un híbrido, una especie de monstruo del doctor Frankenstein bosquejado con partes de Lidya Cacho, Ana Lilia Pérez y Anabel Hernández, por mencionar a otras muchas mujeres periodistas que viven (literalmente) en el ácido por ejercer un oficio que en otras circunstancias debería ser placentero.

Daniela Real es una norteña que fue llevada por sus padres desde muy joven a la Ciudad de México. ¿La razón? El primero de sus miedos: el miedo de vivir un norte plagado de violencia en los años noventa.

Como lector no es necesario saber más sobre la infancia y juventud del personaje. Daniela Real está VIVA (así con mayúsculas) durante toda la trama, y cuando digo viva es porque la prosa de Pedro nos lleva a los estados más agitados. De la euforia a la depresión. De la angustia a la zozobra. De la efímera esperanza al más profundo desasosiego. Del vómito a la sed.

Al paso de las páginas de “Todos los miedos” uno va de sorpresa en sorpresa cuando, de repente, del texto brotan nombres reales como el de Héctor de Mauleón, Carmen Aristegui o Manuel Buendía. Los primeros dos, ya se sabe, son periodistas en activo que han sufrido tanto la censura como la amenaza flagrante y descarada de aquellos a quienes exhiben. El segundo, Manuel Buendía, es quizás el crimen más sonado en el mundo periodístico. A Buendía lo asesinaron en 1984 por destapar escándalos de corrupción y por seguir la pista de la presencia de la CÍA en México.

Esa mezcla de realidad y ficción, de nombres reales y de nombres falsos, hacen de “Todos los miedos” una obra incatalogable.

¿Es una novela? Sí.

Tiene todos los elementos de la novela. De una estupenda novela con tintes muy cinematográficos. O más bien, con los recursos que actualmente se utilizan para producir series televisivas de alta calidad en sus contenidos. Y es que sobre todo en Estados Unidos las cosas en el mundo editorial han cambiado drásticamente, ya que los mejores escritores no están haciendo libros, sino guiones para series. En esa tesitura capto esta obra de Pedro Ángel.

¿Es un documento histórico? También lo es. Porque está retratando el “espíritu de nuestra época”. El espíritu de un país de zombis.

De los personajes más ricos en su construcción es, sin duda, Fausto Letona: un ex militar (ex policía y ex judicial retirado) que hace las veces de héroe anónimo. Y aquí cabe preguntarse, ¿cómo un personaje con esos antecedentes (que en nuestro país no son nada confiables) puede transitar del microcosmos de la corrupción que representan los cuerpos policiacos, a la noble tarea de proteger a una condenada a muerte?

Suena romántico, ¿no?

Hasta rosa.

Sin embargo, el desarrollado músculo de narrador que tiene Pedro Ángel hace verosímil al personaje porque lo dota de una motivación para sufrir tremenda metamorfosis.

Por último: ¿Por qué hay que leer “Todos los miedos”?

Porque es una instantánea nítida, cruel y puntual de la realidad de nuestro país. No sólo en el ámbito periodístico, sino en todos los terrenos.

Y como lo dice el propio autor en voz de su Daniela Real: “Porque da coraje que la ciudad no se inmute, que siga de largo, que la gente venga y vaya y camine y vaya de compras y haga cola en el banco. Porque la ciudad normaliza sus propios instintos asesinos”.

El escritor austriaco Thomas Bernhard afirma que los escritores son esencialmente mistificadores, es decir, fabuladores profesionales, es decir, mentirosos virtuosos, es decir, embusteros, es decir, poco confiables. También dice que para ser escritor se debe dominar el arte de la exageración.

Desgraciadamente, para los amantes de la ficción, este libro recurre muy poco (o casi nada) a la mistificación.

“Todos los miedos” no exagera la realidad: la proyecta sin filtros.

Es un puñetazo al hígado de una sociedad convulsa. Al país, que como dice Pedro evocando a Rulfo: “se desmorona como un montón de piedras”.

 

 

 

 

 

 

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About Author

Alejandra Gómez Macchia

Truncó su carrera de música porque se embarazó de Elena. Fue bailarina de danzas africanas, pero se jodió la rodilla. No sabe cómo llegó al periodismo (le gusta porque se bebe y se come bien). Escribe para evitar el vértigo. En el año 2015 publicó “Lo que Facebook se llevó” (Penguin Random House), y en unos meses publicará un libro de relatos, “Bernhard se muere”, en la editorial española Pre-Textos.

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