sábado, abril 20 2024

por Alejandra Gómez Macchia 

Sabíamos que, llegado el momento en el que el presidente cayera enfermo (no sólo de COVID sino de cualquier otra cosa), el monstruo de la opinión pública iba reventar en especulaciones polarizando aún más el ya dividido ambiente que se vive no desde que AMLO asumió la presidencia, más bien desde que hubo intentado ser presidente durante más de una década.

No es raro ser testigos y hasta partícipes e instigadores de la división, el encono y el malestar.

No sorprende que el guion de los detractores sea el de echar mano de los propios dichos –desafortunados e irresponsables– del presidente para burlarse de él, incluso para desearle lo peor; esto no es extraño puesto que la misma gente que odia al presidente no es tan distinta al presidente, y actúa, y  reacciona con las tripas mediante una narrativa parecida a la de aquel que desprecian: los odiadores exhiben su nivel utilizando los mismos argumentos y artilugios chapuceros de su enemigo: piden cadena de oración en redes para que la COVID tenga la suficiente fuerza moral para acabarlo; también hablan de los remedios caseros y los escapularios… en fin, los adversarios de AMLO no son mucho más inteligentes que él, al contrario, acaban imitando su discurso, pero cayendo en un pozo de insensatez y de vileza sin precedentes.

Así como ya se esperaba la respuesta arrebatada y mezquina de los contras, también se veía venir la ola almibarada y cursi de los fanáticos, que son y siempre se han hecho notar con sus actitudes sectarias y hasta surrealistas en aras de defender cada movimiento de su líder carismático.

Sabíamos que el país entraría en crisis si esto llegaba a pasar. No por ello los críticos de AMLO siempre insistimos que debía poner el ejemplo; usar el cubre bocas y cuidar un poco más sus consabidos chistoretes coloquiales a la hora de intentar (sin éxito) paliar la paranoia, el miedo y la histeria de las masas.

Sólo quieres hemos pasado por la enfermedad sabemos lo difícil que son esos días y el daño que genera no sólo física sino emocionalmente.

Y no, no es que AMLO haya menospreciado el sufrimiento colectivo; su tema es otro y tiene que ver más con el golpe al ego de llegar al trono de un país por el que peleó años y hacerlo no para transformarlo, sino para darle respiración artificial.

Por eso creo que, independientemente de nuestras filias y fobias, tener al presidente enfermo de este virus tan traicionero no le conviene ni a sus amigos ni a sus enemigos.

No nos conviene, en absoluto, que a estas alturas de la pandemia el caos llegue a un pico insostenible que ni Gatell pueda ocultar.

Quienes desean que el presidente no la libre, parecen ignorar que no serán ellos quienes se harían cargo del control; la rebatinga se daría entre los dilectísimos miembros de su rebaño.

Por eso no es recomendable que los deseos de millones (porque sí son millones) se vuelvan realidad.

Que el presidente se agrave o (toquemos madera) si llegara a faltar, no va a hacer que el COVID desaparezca o que las vacunas fluyan con más rapidez, no. Más bien la cosa se saldría definitivamente de cause.

Por ello es mejor aplicar el sabio consejo gansteril de cuidar, como a nadie, al oponente, ya que sin esa parte la estructura queda coja y más temprano que tarde acabaría por colapsar.

A partir de ayer, somos un pueblo en vilo.

Las siguientes horas son cruciales no sólo para el hombre que habita el Palacio, y el control no lo tiene él ni los médicos ni la propia ciencia, sino un proceso cruel, pero brutalmente poético llamado “tormenta de citocinas”, que en caso de presentarse hace su aparición estelar aproximadamente al noveno día del contagio.

Digamos que ese proceso es la guerra final a la que es sometido el cuerpo de un infectado de coronavirus; otra guerra más que el presidente tiene que librar, pero esta vez el adversario no es un gigante monstruo neoliberal, sino microscópico y democrático virus popular.

 

 

 

 

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