Un hombre recto, callado y sin bigotes
A Ernesto Gorbeña Macchia,
por creer que esa cuna era muy pequeña para mí
Hoy entró a mi casa, ¡qué cosa rara!
Nunca lo veo, y si lo veo, casi no lo dejo hablar.
Es el más lejano de mis amigos, pero es sin duda el más fiel.
El único que me daría sus ojos si me quedara ciega para así volver a mirar las maravillas de este mundo.
O el que me donaría su hígado en dado caso que un día me declararan víctima de una cirrosis que yo misma me provocara por dipsómana.
Cuando él tenía 16 o 17 años se parecía a Tom Cruise.
Al Tom Cruise que aun no se había vuelto un imbécil gracias a la cienciología.
Mis amigas lo miraban y decían: preséntamelo ya, por favor.
Yo nunca fui celosa con él, sólo les advertía una cosa: no es para ti. Es demasiado bueno, muy noble, pulcrísimo, disciplinado, siempre huele bien.
A las muchachas de mi pandilla nunca les atrajeron los muchachos como él: queríamos chicos malos que anduvieran en moto; calenturientos que nos sacaran de las clases para ir a fajar detrás de los camiones, rockeros que nos mostraran el lado oscuro de la luna. Tipos mayores que nos ofrecieran un poco de vicio, igual y hasta un poco de sexo.
No. Él jamás hubiera podido empatar con ninguna de mis amigas. Ellas eran demasiado… como yo: rebeldes, dueñas de la situación, sabelotodo, insoportables, morbosas.
Lo que nosotras queríamos no eran hombres como él, a pesar de que –en verdad– fuera idéntico al Tom Cruise de “Cocktail”. No al Tom que con los años se volvió el mesías esquizofrénico de una secta que vende la idea de que un extraterrestre soltó huevos con almas malévolas hacia los volcanes generando así una raza de aberrados.
Aun así, aunque él se pareciera al primer Tom Cruise, nomás no arrasaba con las chavas; porque las chavas querían al malandro, al sexoso, al agarranalga, al pirujo, al drogón, al yolaspuedotodas, al don cabrón.
En pocas palabras mis amigas y yo preferíamos a los sucios Johnny Depp por encima de los higiénicos Tom Cruise.
La vida es así. Injusta con los blancos de corazón. Y no sólo en la pubescencia, también en la adultez y cuando una ya está entradita en carnes los prefiere patanescos. Es un asunto cultural, pienso. O mejor dicho, es un asunto de hormonas, de química sexual o hasta de una suerte de influencia literaria o cinematográfica. Un invento del patriarcado solapado por las matriarcas… si se quiere culpar a alguien. O quién sabe. Yo hablo por mí y mis amigas, que finalmente conformábamos una manada; y ahí íbamos siempre, hacia los brazos ígneos de los cabrones, de los jijoeputas, de los seductores natos, de los infieles, de los que seguro nos harán sangrar.
Él siempre me vio como una kamikaze, como una precoz sin remedio, como la oveja negra a la que sus padres debieron enderezar a cinturonazos, pero que no la regañaban porque ni era melindrosa y pasaba los exámenes –la muy suertuda– sin tener que machetearle. La hija consentida de papá y de mamá a pesar de ser quien les ponía el alma en vilo.
Él en cambio no daba problemas. Con conectarlo al Atari bastaba para que pareciera que no había niño en casa. Y luego, años más tarde, pareció exentar esa terrible asignatura a la que llaman “la edad de la punzada”.
Hoy llegó a mi casa y lo vi tan feliz como siempre.
Cruzó el umbral de la puerta con esa sonrisa franca y blanquísima que de niña me provocaba envidia. Apareció con junto con su joven mujer y su hijito en brazos.
Yo los recibí aceleradísima a causa de una sobredosis de café luego de pasar una de las noches más intensas y exquisitas de mi vida. Inéditamente lúcida… como hace tiempo no me sentía. Quizás por eso, por esa excitación, hoy lo vi más iluminado que nunca.
Cuando lo tuve de frente ya no lo vi parecido a Tom Cruise. Y qué bueno.
Ahora es un señor. Un señor porque es padre de familia, sin embargo, el muy descarado sigue siendo el mismo joven por el que morían mis amigas. Aunque… espera, pensé, por fin se dejó la barba y ha echado una pequeña barriga.
Mientras yo hablaba frenéticamente sobre las bondades del vino y las mil y un formas que tiene de gemir una mujer en la cama, él le cambiaba el pañal a su bebé.
Su esposa, a la que le llevo doce años, me miraba como diciendo: ¿en verdad crecieron en la misma casa? ¿Los crío la misma buena mujer, los reprendió el mismo ogro?
La naturaleza nos lleva por caminos misteriosos, dije, y eso es lo que la hace fascinante.
Mirando al bebé recordé mis épocas de novel madre. Él siempre quiso llenarse de hijos. Yo siempre temí no poder con el paquete, y sin embargo, creo que pese a todo no lo he hecho nada mal. Mi hija me ha enseñado a ser libre porque ser libre es desprenderse del miedo.
Terminó de cambiarle el pañal al niño y lo dejó en el suelo para que gateara, y recordé que mi mamá decía que yo jamás había gateado. Pasé de los brazos directo a caminar. Nunca corrí pero pronto descubrí cómo bailar.
Y en esos saltos, en cada etapa que me volé por arrebatada, estaba él mirándome desde un punto ciego. Muchas veces reprobando mis acciones. Pensando en los golpazos que me daría por no medir riesgos, por querer ir siempre un paso adelante.
Él fue lento en todo. Lento pero seguro.
Siempre usó casco y rodilleras. Se puso el paladar para que surtieran efecto los braquets. Se terminaba el licuado con huevo crudo. Nunca cambió su torta por un cigarro. Salía con paraguas en mayo. Tomó sin chistar la Emulsión de Scott. Levantaba la mierda del perro. Jamás robó un tlaco. Nunca se asomó bajo las escaleras para verle los calzones a las niñas. Soportó estoicamente los “no” de sus pretendidas. No sabe lo que es una cruda. Le sería fiel a su esposa aunque estuviera preso y llegara Jennifer López a la visita conyugal. Es feliz con lo que tiene, porque lo tiene y con eso basta.
Quizás él sea responsable indirecto de mi eterna sensación de no caber dentro de las cajas en las que me han querido meter; él tenía cinco años cuando decidió que yo ya no cabía en la cuna y me sacó de ella para jamás volver.
Él ama a su hermana aunque cada vez que la vea la quiera remitir a un diván.
La respeta aunque sea todo aquello que él se ha negado a ser desde que tenía veinte años.
Mi hermano.
El que dejó de ser un Tom Cruise y que hoy sabe la importancia de llamarse Ernesto.
A pesar de no haber leído nunca a Oscar Wilde.