domingo, diciembre 22 2024

Tala / Alejandra Gómez Macchia

Léase, por favor, en escala pentatónica.

Esto es un blues.

Es una canción dulce- amarga sin final.

O con un final abierto o varios finales.

O sin principio.

Sin cabeza.

Esta canción sólo tiene piernas y sexo y dos pares de manos.

Quizás aparezca por ahí un corazón.

Quizás.

Han matado Valentín.

Lo mató Claudio, emperador de Roma.

El pecado del viejo sacerdote consistió en casar a los soldados que en vez de andar amando bebían estar matando.

Roma necesitaba guerreros, hombres que se batieran contra el enemigo.

Necesitaba de todas sus fuerzas: arqueros, artilleros, hoplitas con sus yelmos, sus escudos; prolettaris que se alistaran para defender la ciudad ora con hondas, ora con jabalinas o hasta piedras.

No con dudas clavadas en el corazón.

Roma necesitaba soldados para llegar a ser Roma.

Soldados, no hombres enamorados…

Claudio mandó a traer  al terco Valentín.

Había que sacrificarlo porque el imperio no se erigía sobre las camas de los jóvenes romanos y sus amantes.

Roma se construyó con sangre, no con amor.

Sí… todos los caminos conducían a Roma: desde la vía Tiburtina a la Salaria, pasando por la vía Apia.

Todos los caminos conducían a Roma… no al amor.

Han encarcelado a Valentín, y qué bueno.

¿Quién le dijo que un Estado se defiende con soldados que van por ahí, mandado cartas y llenándose los ojos con visiones de dionisiaco amor?

Los viajes a las estrellas tardarían siglos en llegar, y allá, desde el espacio, los otros soldados (del hombre), se irían dejando a las bien amadas sin promesas de volver.

Y en el espacio no habría mensajero que llevara cursis tarjetas de corazón.

Claudio lapidó a Valentín por andar consagrando uniones innecesarias.

Los jóvenes romanos debían ungirse como semi dioses, no como amantes de ocasión.

Historias de amor y muerte hay muchas.

Por una mujer ardió Troya: Paris se robó a Helena. Menelao, enloquecido, declaró la guerra y el cuento se acabó.

Pero cuando Claudio mató a Valentín, lo hizo sin saber que lo martirizaba.

Siglos más tarde, el viejo sacerdote celestino sigue aquí gracias a las dolencias de un convulso occidente. Su leyenda se esparció como leche dentro del plato hasta conmemorar el fracaso de la estrategia frente a la pasión.

El 14 de febrero se convirtió entonces en un pretexto para la usura.

Millones de hoscos soldados arrodillados frente al colchón.

Batallas cuerpo a cuerpo en sucios moteles de paso.

Comas diabéticos en cada esquina.

Gestas lacrimógenas con previa reservación.

Todo por el bueno del sacerdote y su necia labor de unir al soldado con su amante antes de irse a morir junto al pelotón.

Claudio se equivocó.

No debió matar a Valentín.

Porque cada año, cada febrero, legiones de infieles lo regresan a este mundo en forma de ridículos globos, cajas de chocolatinas y oropel.

¿Y todo para qué?

Para que el soldado que fue y vino a la guerra olvidara sus promesas y cambiara de mujer.

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