Un sucio blues de San Valentín (Claudio se equivocó)
Tala / Alejandra Gómez Macchia
Léase, por favor, en escala pentatónica.
Esto es un blues.
Es una canción dulce- amarga sin final.
O con un final abierto o varios finales.
O sin principio.
Sin cabeza.
Esta canción sólo tiene piernas y sexo y dos pares de manos.
Quizás aparezca por ahí un corazón.
Quizás.
Han matado Valentín.
Lo mató Claudio, emperador de Roma.
El pecado del viejo sacerdote consistió en casar a los soldados que en vez de andar amando bebían estar matando.
Roma necesitaba guerreros, hombres que se batieran contra el enemigo.
Necesitaba de todas sus fuerzas: arqueros, artilleros, hoplitas con sus yelmos, sus escudos; prolettaris que se alistaran para defender la ciudad ora con hondas, ora con jabalinas o hasta piedras.
No con dudas clavadas en el corazón.
Roma necesitaba soldados para llegar a ser Roma.
Soldados, no hombres enamorados…
Claudio mandó a traer al terco Valentín.
Había que sacrificarlo porque el imperio no se erigía sobre las camas de los jóvenes romanos y sus amantes.
Roma se construyó con sangre, no con amor.
Sí… todos los caminos conducían a Roma: desde la vía Tiburtina a la Salaria, pasando por la vía Apia.
Todos los caminos conducían a Roma… no al amor.
Han encarcelado a Valentín, y qué bueno.
¿Quién le dijo que un Estado se defiende con soldados que van por ahí, mandado cartas y llenándose los ojos con visiones de dionisiaco amor?
Los viajes a las estrellas tardarían siglos en llegar, y allá, desde el espacio, los otros soldados (del hombre), se irían dejando a las bien amadas sin promesas de volver.
Y en el espacio no habría mensajero que llevara cursis tarjetas de corazón.
Claudio lapidó a Valentín por andar consagrando uniones innecesarias.
Los jóvenes romanos debían ungirse como semi dioses, no como amantes de ocasión.
Historias de amor y muerte hay muchas.
Por una mujer ardió Troya: Paris se robó a Helena. Menelao, enloquecido, declaró la guerra y el cuento se acabó.
Pero cuando Claudio mató a Valentín, lo hizo sin saber que lo martirizaba.
Siglos más tarde, el viejo sacerdote celestino sigue aquí gracias a las dolencias de un convulso occidente. Su leyenda se esparció como leche dentro del plato hasta conmemorar el fracaso de la estrategia frente a la pasión.
El 14 de febrero se convirtió entonces en un pretexto para la usura.
Millones de hoscos soldados arrodillados frente al colchón.
Batallas cuerpo a cuerpo en sucios moteles de paso.
Comas diabéticos en cada esquina.
Gestas lacrimógenas con previa reservación.
Todo por el bueno del sacerdote y su necia labor de unir al soldado con su amante antes de irse a morir junto al pelotón.
Claudio se equivocó.
No debió matar a Valentín.
Porque cada año, cada febrero, legiones de infieles lo regresan a este mundo en forma de ridículos globos, cajas de chocolatinas y oropel.
¿Y todo para qué?
Para que el soldado que fue y vino a la guerra olvidara sus promesas y cambiara de mujer.