domingo, diciembre 22 2024

Mario Alberto Mejía

Acapulco fue para mí un sueño idílico. 

En mi adolescencia leí sobre Teddy Stauffer, denominado Mr. Acapulco, un ser extraño con rostro de pedófilo y gran amigo de Frank Sinatra, un mafioso que cantaba muy bien y tenía amigos peligrosos.

Ser amigo de Sinatra no salva a nadie, menos a un tipo con cara de pedófilo. Y aunque nunca se demostró este hecho, Teddy Stauffer movía tantas cosas en Acapulco que no hubiera sido extraño que nadara eventualmente en esas aguas pantanosas.

La primera vez que fui era un adolescente de barros y espinillas. Unos amigos dijeron, en medio de una borrachera, que hiciéramos el viaje con el dinero que llevábamos encima. Pésima idea: traíamos entre todos 540 pesos.

—¿En qué hotel dormiremos? —pregunté.

—En el Camarena —respondió uno.

Todos rieron.

Se referían al Cama Arena. Es decir: a la cama de arena. Es decir: a la playa.

Pésima idea viajar borracho a Acapulco. Y peor idea todavía fue hacerlo a bordo de un Vocho, vehículo que en los años setenta estaba de moda porque era, como quería Hitler, el “auto del pueblo”. Algo peor: el Vocho —color amarillo huevo— era modelo 1965 y sus llantas estaban viejas y severamente dañadas. A la altura de la Pera, de Cuernavaca, se ponchó una. Con doce pesos arreglamos el problema. Aunque a esas alturas eran las cuatro de la madrugada, estábamos crudos y teníamos hambre y frío.

Con muchos trabajos, y hartos del maldito viaje, llegamos a Acapulco a las doce del día.

Yo quería ver a Teddy Stauffer para ver cómo era la vida de un hombre exitoso. Para mis escasos dieciséis años, el éxito era sinónimo de mujeres, alcohol, yates, residencias, aviones, puros y pantalones blancos.

Nada de eso vimos cuando llegamos a Playa Caleta, donde se encuentra la Quebrada: un acantilado de 45 metros de altura desde donde se lanzan acapulqueños con el pelo pajonudo y la piel renegrida. Al bajar del Vocho, eso fue lo que vimos. Hombres y mujeres que respondían a ese fenotipo. 

¿Dónde estará Teddy Stauffer?, me preguntaba mientras comía un sancocho de pescado y una cerveza Victoria tibia. A mi paso, en la playa sucia, sólo aparecían vendedores de baratijas, vendedores de cerveza fría, y mujeres nalgonas y semidesnudas a las que se les podían ver los vellos púbicos, aparentemente ocultos en vestidos amarillos y anaranjados. Esos vellos también eran lo que se dice pajonudos.

La cruda nos había vuelto tan idiotas como cuando en plena borrachera uno de nosotros propuso viajar a Acapulco en un miserable Vocho 65 con llantas viejas y gastadas.

Uno de nosotros propuso caminar hasta una playa en la que se hallaba el hotel Continental, muy de moda en esos años. Caminamos sobre la costera Miguel Alemán para no gastar en gasolina. El sol caía bruto sobre nuestras cabezas. Éramos parias y no lo sabíamos.

En el Continental estaban también varios de los mitos que nos hicieron viajar hasta allá: gringas rubias que buscaban mexicanos para fornicar toda la noche. Gringas viejas que gastaban sus dólares en sostener a mexicanos crudos de clase media en aras de dar rienda suelta a sus bajos deseos.

Grave error. Sí había gringas jóvenes y viejas, pero ninguna tenía furor uterino ni ganas de acostarse con adolescentes hambrientos, crudos y parias.

Ese mito era muy propio de la época en la que crucé la adolescencia. Otro mito genial era que todas las enfermeras jóvenes son profundamente ardientes y que sólo están pensando en semen y penes.

Nuestro paso por Acapulco marcó nuestra adolescencia. Cuando menos la mía. Una lección brutal fue que jamás debo tomar decisiones de viajar a ninguna parte en las condiciones en las que lo hicimos. 

Con los años regresé a confirmar otro mito: acudir al famoso burdel denominado La Huerta. Estaba todo mundo —salvo Teddy Stauffer. Había putas, gringos, europeos, mexicanos, alcohol y dólares. La música marcaba el ritmo de la capacidad económica de cada uno de los parroquianos. Lo admito: tuve sexo con una acapulqueña de vellos púbicos frondosos (y pajonudos), y a los pocos días fui víctima de una enfermedad venérea. Nadie me dijo que usara condón porque no se acostumbraba en esos años.

Tiempo después, regresé en varios momentos a Acapulco, pero ya con algo más de dinero, suficiente como para rentar una suite en el hotel Encanto, propiedad de los Pujol de Cataluña y del arquitecto Miguel Ángel Aragonés, creador del diseño de la Casa Blanca de Peña Nieto.

Teddy Stauffer ya había muerto. Frank Sinatra también. Varios amigos de mi adolescencia, aquellos con los que viajé en los setenta, ya eran unos parias consumados. Yo, a mi manera, perseveraba en ello.

Ahora que un huracán llamado Otis —como el genial Otis Redding, cantante de soul— destruyó lo que fue mi sueño adolescente, pensé en el viejo Teddy Stauffer, pervertido como un pedófilo, y me dio por poner en mi Muzak a Frank Sinatra.

Otis mató también los sueños de muchos adolescentes que pensaban que las gringas eran ardientes y pendejas, y que todas las prostitutas se parecían a Lyn May o a la Princesa Yamal.

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